miércoles, 9 de mayo de 2007

A los cuerazos



Aquí se huele a guerra. En la armería también se olía, pero menos. Una armería huele más a miedo, a loco. O a acomplejado que ahora se las cree porque por fin lleva algo rígido debajo del pantalón. Pero el cuero huele a batalla. Y a muerte.

Cuando nos dijeron que el negocio sería una talabartería nos pareció curioso, difícil hasta de pronunciar, incluso cómico. Pero no había ni un asomo de sonrisa en la cara de los Chang. Había, en cambio, una rabia soterrada. El odio callado que se lleva por dentro cuando un hombre sabe que ha llegado el momento de hacerse matar.

Hablaron en susurros, como si sólo pudieran pronunciar las letras en itálicas. Silbaron palabras que cortaban como hojillas: cuero, metal, arte, honor, familia, venganza. Y las hojillas se les hacían negritas y ardientes cuando mencionaban alternadamente: “Malditos Andropov”, “Temibles Andropov”. Pero no se escuchaba bien, explicaron lo justo y no estaban para preguntas.

Ahora nos dedicamos al cuero. Entramos al negocio del pellejo; qué ironía, aprender a trabajar con pellejos para poder seguir habitando dentro del propio.

Bienvenidos a la talabartería de los hermanos Chang. Toque, sienta, huela. Sí, inhale profundo para que sepa, en ese viaje que recorre de la nariz a los pulmones y de allí al cerebro, de verdad a qué huele el cuero.

Fedosy Santaella y José Urriola, aprendices de talabartero.

El héroe del vagón

Ernesto Pérez Zuñiga


Los rateros -dos magrebíes adolescentes- no despegaban ojo del maletín de cuero que un cuarentón blanco había depositado entre sus piernas después de tomar asiento en el metro.

Mi insistencia en vigilar a los dos muchachos ha provocado que estos desistan y abandonen el vagón en la parada anterior, mientras me fulminaban con una mirada que significaba odio y venganza. Espero que pierdan mi rostro la próxima vez que esnifen pegamento.

He de concluir, pues, que he evitado el robo de un maletín en el metro. Es una buena acción, sin duda, que el público de este vagón debería de haber aplaudido en caso de abandonar su letargo.

Quizá he intervenido para impedir la quiebra de una fábrica de armas cuyos papeles maestros, que viajan en este maletín, deben presentarse puntuales en el consejo de administración, dentro de veinte minutos, para decidir el futuro de mil trabajadores, y la destrucción de unos cuantos países.

Quizá he intervenido para lograr que este maletín explote a los pies de este terrorista blanco antes de que lleguemos a la próxima estación.

Piel

Adriana Bertorelli


Todavía no sabe dónde ha despertado, no sabe dónde, el pobre Ling, el temible, el que era. Trata de guiarse con las manos, texturas cercanas de polvo, arenilla, aserrín, nada que le sea familiar, sigue tocando, a gatas tropieza su frente contra la esquina de una mesa que se le incrusta de un lado de la sien con una queja ahogada por la rabia mientras escucha el sonido de los carros que pasan por la puerta del lugar. Un almacén, piensa, un depósito o taller. Huele a orina rancia, seca y reseca, la suya. Huele a lamento, a descenso. De rodillas tantea el borde de la mesa y se pone de pie. Arrastra el pie derecho que hace tiempo decidió no responder, mientras el izquierdo guía. Ling interroga cada objeto que toca o huele. Un carro frena, un hombre insulta a otro y parece mentira, él que nunca fue de olores, ahora obligado a recurrir a lo poco que le queda. Lo último que vio fue un sacacorchos y una mano a oscuras, nunca supo de quién. Quizás de la misma persona que lo dejó aquí, casi inconsciente en un charco de orines, en esta oscuridad que no conoce. Sabe que es de día, de mañana, y que la puerta está a su izquierda y está abierta. Sigue caminando, arrastrando su pie bobo con la música lejana de una radio y huele a cuero, huele a tinta, y descifra los aromas dulces de la muerte.

Tropieza de nuevo y se sostiene de algo que percibe guindando del techo y es un cuero sin secar probablemente de un chivo o una vaca, aun con pelos de animal. Un perro ladra frenético y Ling el despiadado quiere callarlo y, en un rapto de gloria, toma algo de la mesa, lo primero que encuentra, una mandarria, y la lanza al aire hasta escuchar un vidrio que estalla en mil. Ya nada le sorprende, no escucha respiración ni ser viviente y sigue sin saber por qué lo han dejado allí o si es fortuito el abandono entre estas pieles de animales muertos. Tiene sed.

Continúa caminando y toca algo suave sobre un mesón. Es una superficie grande y lisa como cuero extendido y casi siente que ha llegado a casa. De pronto comprende. Ling entonces se acurruca sobre la piel, se abandona, entiende ahora que no es casualidad que lo hayan dejado allí en sus sombras y no hay otro lugar donde quisiera estar más. Si supiera rezar, pediría la muerte. Acaricia el cuero, recostado sobre él y por primera vez piensa en flores. En diminutas flores amarillas en un campo interminable, por donde corren Ling y Ping, su hermano mayor, escapando de los perros que los persiguen. A lo lejos, en el galpón donde se encuentra, Ling escucha al perro que continúa ladrando, pero ahora él no piensa moverse. Este cuero, esta piel extendida donde reposa y que tiene un olor tan familiar, es la de su hermano.

La correa de Jean Piaget

Juan Carlos Chirinos


Una tarde de su feliz infancia, Jean Piaget se dio cuenta de que cuando fuera mayor se dedicaría al estudio de los primeros años de su vida, edad idílica donde todo es más grande que nosotros y en la que cualquier viaje depara aventuras sin igual: enfrentamientos con dragones que custodian enigmáticos tesoros y achicharran caballeros con su aliento sulfuroso, amores con hadas tornasol y sabrosas conversaciones con duendes de mil años, hormigas que pelean con soldados de madera y escarabajos; rincones ocultos. Era tal su amor por los niños que, siendo un niño él, prefería observar el comportamiento de sus hermanitos y sus compañeros en el colegio que divertirse él mismo jugando con los carritos de plástico, balanceándose en el columpio de colores o dejándose deslizar por los sinuosos caminos del tobogán. Prestaba sus juguetes, dejaba que los otros niños llegaran primero a los brazos de la maestra —la hermosa maestra— y evitaba caer rendido en la siesta obligatoria, acompañando a sus mayores en la tarea de velar por el sueño de los inocentes. Todo su comportamiento tenía una sola finalidad: se convertiría en un gran pedagogo, el mejor que en el mundo hubiera podido existir. Y por eso, cuando le preguntaban en las reuniones familiares o cuando alguna amiga mofletuda de su madre insistía neciamente con la misma pregunta, «¿qué quieres ser cuando seas grande?», él, en vez de contestar con un arisco «yo ya soy grande y me estoy preparando para ser el mejor pedagogo de la historia», sonreía tímidamente (tal como se esperaba) y respondía por lo bajito un «quiero ser bombero», como correspondía y para tierno alborozo de los mayores, siempre más sabios que los enanos del kínder.

El mayor éxito de su carrera como pedagogo no le sobrevino después, cuando en la universidad sus profesores lo acosaban con preguntas (fáciles para él) sobre los niveles de afecto apropiados para que el aprendizaje sea duradero y provechoso, ni cuando se enfrentó con reconocimiento internacional a su primera clase de cuarenta niños belgas refugiados en Neuchâtel, víctimas de las atrocidades de los comerciantes de caucho del Congo, algunos con serias secuelas por violaciones, cortes y castigos corporales realizados con pericia y con saña. No; el psicólogo en que se había convertido Jean Piaget nunca dudó a la hora de dar un consejo, de ofrecer una mano amiga, cuando observaba cuidadosamente el comportamiento a veces errático de un niño confundido, o a para poner por escrito sus ideas, porque el pedagogo Jean Piaget tuvo la suerte de enfrentar a su dragón más peligroso apenas hubo descubierto que su vocación estaba definida con nitidez dentro de su cabeza desde los primeros años de su vida.

Una mañana de primavera, cuando el sol ya estaba calentando como los buenos (el verano se acercaba con más rapidez cada año), salieron todos los niños al recreo como un cardumen de peces prisioneros que se dejaran de repente en libertad; el pequeño Jean, oculto en una calculada timidez, salió de último, registrando para su memoria los gritos, las carreras y cada movimiento de sus condiscípulos, con el ánimo de encontrar regularidades que le enseñaran algo de su futuro trabajo. También escrutó a la hermosa maestra, aunque esta pensara que él, como cualquier niño normal, estaría locamente enamorado de su figura, de cuantas señales maternas veían sus ojos en ella, que aún no llegaba a los veinticinco y conservaba la firme textura de quien todavía no conoce la experiencia de ser madre —o la vejez—. Esa mañana, precisamente, otro niño, pelirrojo y de marcado acento alemán corrió hacia ella y se le echó encima, casi tumbándola, con la intención de sumergirse en uno de sus pechos; tal vez tuviera hambre y viera en ese bulto un apetitoso alimento, tal vez alguna hormona tempranera le lamiera en el bajo vientre el penecito inofensivo pero listo para penetrar a la primera vulva que se dejara; el asunto es que casi la desnuda delante de todos y para risa de las demás maestras que contemplaban el solaz de la escuela. Con ternura pero con firmeza, la hermosa maestra de Jean Piaget apartó al pequeño sátiro hambriento y le recriminó con incalculables mimos su comportamiento agresivo e inconsciente. «A las chicas se las trata con delicadeza, y no las tocas ni con el pétalo de una flor, jovencito». El pelirrojo, humillado o frustrado, la miró con inusitada rabia y le lanzó una patada inofensiva antes de echarse a llorar ruidosamente, para entretenimiento de las maestras, pues los niños estaban ocupados con sus juegos y chanzas. Sólo Jean Piaget, el futuro gran pedagogo, observaba atentamente lo que ocurría y mentalmente iba sacando conclusiones del comportamiento de su compañero, que hasta ese momento había sido un niño tranquilo y más bien meditabundo, manso como una vaca, pero que ahora daba unos alaridos que podrían hacer suponer que las crueles maestras lo estaban torturando sin piedad.

Entonces Jean Piaget tuvo la primera idea educativa de su vida.

«¿Qué pasaría si...?», se dijo mientras se acercaba al crío plañidero y sacando el cinturón con que se sostenía los pantalones le propinó dos buenos correazos que sonaron secos y contundentes; tanto, que todos en el patio quedaron en aterrorizado silencio mientras que en las piernas del estupefacto pelirrojo se dibujaban dos cardenales con la forma de la correa de Jean Piaget, incluidos la hebilla y los huequitos hechos a mano por su madre. En su mano se balanceaba el cinturón y todos, niños y maestras, lo miraron con el miedo ancestral de quien recuerda suplicios pasados. «Nadie se salva de un correazo en la infancia», sentenció Jean Piaget mientras la hermosa maestra, enfadada o confundida, se lo llevaba al salón cogido por la oreja. Una impagable lección de pedagogía que bien valía cualquier castigo.

http://juancarloschirinos.blogspot.com

Los herederos de Flanagan

José Urriola C.


Socio, el plan es el siguiente: tú tomas el 75% del capital y con eso vas montando la talabartería, yo con el 25% restante me voy a la Iglesia de los Últimos Mártires y voy abriendo el proceso de canonización de Bob Flanagan. ¿Cómo que quién es Bob Flanagan? ¿Tú quieres entrar al negocio como accionista minoritario y no sabes quién fue el gran Bob Flanagan? Bueno, te cuento quién es San Bob; porque cuando te cuente no se te va a olvidar más nunca. Fue un maestro, un monstruo, un súpermasoquista. El hombre que en un performance se clavó un pedazo de hierro de este color en el pene. El único que públicamente accedió a que Sheree Rose, su mujer y dominatrix, le rebanara el torso con hojillas y le dejara las carnes vueltas un solo pellejo después de latiguearlo por horas sobre la tarima. El único de los mortales que se diseñó un ataúd con cámara para que el público fuera testigo en tiempo real de la descomposición de su cadáver. Bob Flanagan hizo del sadomasoquismo consensuado un arte, una religión, nos enseñó que la materia más noble para trabajar y transformar nuestra esencia humana es la propia carne. ¿Cómo que qué tiene que ver eso con un negocio de cuero? Todo, socio, todo. La jugada es maestra. Yo voy a lograr que lo nombren un santo y mientras tanto vamos desarrollando el negocio del cuero humano. Cuando lo canonicen la publicidad va a ser brutal. Imagina toda esa polémica, que si era un loco, un depravado, que no, que más bien era un santo, que fue el último de los mártires, que fue todo un altruista, que si no, que al contrario, fue un perfecto hijo de puta, un maldito, que deberían pasárselo en las escuelas a los niños o deberían quemar todas las cintas de su película. Lo pondrán en el cine, le harán nuevos documentales, habrá suicidios colectivos en su nombre, nos harán ver por las telepantallas, cada cinco minutos, el video “Happiness in Slavery” de Nine Inch Nails, protagonizado por el mismísimo Bob enfrentado a una súper máquina de tortura que le va arrancando de a poco la vida. Y nosotros mientras tanto con nuestra talabartería, la única en el mundo que trabaja exclusivamente con cuero humano. Porque la gente hoy se hace tatuajes y piercings y cicatrices pero esas son cosas del pasado, pura moda pasajera, maquillaje y pinturita de gente fashion que no tiene los cojones para ser verdaderos artistas; pero nadie se hace una billetera con el cuero de sus propios testículos. Nadie ha descubierto el arte que hay en unos zapatos elaborados con el cuero más delicado de tus propios pies. Nosotros le ofrecemos al cliente estética y lujo, te rebanamos las carnes sobrantes y con esa piel te tejemos cinturones, collares, pulseras de cuero. O podemos cortar un trozo de ojo y cristalizarlo para que con eso hagamos incrustaciones de pedrería preciosa. Piezas de orfebrería hechas con pedacitos de mucosa flotando en formol, como perlas translúcidas en dijes para llevar en cadenitas sobre el pecho, como rubíes orgánicos en anillos de platino o zarcillos enmarcados en titanio. Nosotros, los herederos de Flanagan, rescataremos el arte del cuerpo. Asumiremos el legado de construir obras auténticas con verdadera sangre, piel y pellejo.

Me voy ya a la iglesia a pagar los derechos de canonización. Registra la talabartería y compra el local. Y vete pensando qué pedazo de cuerpo ofrecerás tú para una de las dos primeras piezas con las que abriremos el negocio. Yo pondré la carne del pecho izquierdo para diseñar una billetera. Una billetera que se abroche al encajar los pedazos de tetilla. Va a estar bueno, socio, te juro que será lindo.

http://joseurriola.blogspot.com

Equipaje para salir sin ser visto

Gustavo Valle


Usted jamás tendrá que sentir miedo a un naufragio. Le bastará con quitarse un poco de ropa, cargar en la mano la cantidad necesaria de equipaje y flotar por el aire.

H.G. Wells., La verdad de Pyecrat

Me vienen unas ganas terribles de tener una maleta con todo lo necesario Usted me pregunta qué tipo de maleta, y yo pienso en la boîte-en-valise de Duchamp. Una maleta donde pueda transportar mi cepillo de dientes, pero también mis recuerdos, y el producto de mi trabajo. Duchamp metía allí sus obras en versión miniatura y junto a él transportaba el clon diminuto de su catálogo artístico. Hoy, con la miniaturización rampante de la vida, yo metería en esa maleta ideal las guerras de occidente y oriente, las mujeres menores de cuarenta años, y también a mis muertos más queridos, y todo mi futuro, o lo que de él quede hasta la fecha. Por último metería un objeto contundente para propinarme un sopapo suicida, en caso de ser necesario.

Le hablo de una maleta con varios compartimentos, que permita ordenar la confusión que lucha en mi cabeza. Lo bueno de una maleta es que obliga a organizarnos y a decir: esto no es una maleta, es la vida portátil. Y lo portátil es como un océano que parece no tener fin y que sigue desplazándose con uno, como decía ese especialista en objetos portátiles, el catalán Enrique Vila Matas. De manera que algo es portátil cuando vale la pena, y las cosas que valen la pena son las que podemos transportar, las que llevamos con nosotros a todos partes. Si hay un objeto que no cumpla con esa condición, entonces no es tan importante. El dinero, campeón de lo portátil, lo llevamos siempre en los bolsillos. También las palabras que (en el mejor de los casos) no hacen peso ni ocupan espacio, las llevamos pegadas a la cabeza como una peluca hecha a nuestra medida. En cambio un país, una nación entera, que es lo más pesado del mundo, no hay lugar donde meterlo. Ni un portaviones puede cargar siquiera un pedacito de nuestro país caribeño. Y así es preferible meter en nuestra maleta ideal una canción de cuna o un mapa (adecuadamente doblado) que reproduzca esa angustia de pertenecer a un sitio que no podemos transportar junto con nosotros.

No quiero agregar confusión a la confusión pero le confieso que si me dieran a escoger entre un cohete y una maleta, me quedaría con la maleta, que no requiere de combustible ni de un oneroso staff de especialistas. Una maleta tiene la ventaja de ser relativamente autónoma y no representa mayor gasto a su dueño que la decisión de saber qué meter dentro de ella, y eso, por suerte, ya lo tengo más o menos definido. Ahora bien, si tuviera que viajar hoy mismo a aquel planeta que orbita la enana roja Gliese 581, y que los astrónomos del observatorio de Lisboa acaban de descubrir como un planeta presuntamente habitable a veinte años luz de la tierra , yo metería en la maleta estas tres cosas:

-Una muda de calzoncillos

-El Tractatus de Wittgenstein

-Y la foto de una mujer en pelotas.

Es muy raro esto de vivir en un planeta (hablo ahora de la Tierra) que gira alrededor de una estrella que escupe fuego ad infitinum. Quizás por eso seamos tan proclives a la idolatría, esa extraña ley de gravedad de la sumisión humana. ¿Es que acaso podremos vivir en algo que no sea un planeta? ¿Usted qué cree? Lo cierto es que si nos movemos en un planeta que a su vez se mueve dentro de un universo creado por movimientos explosivos, Big Bangs, etc., es conveniente tener a mano una maleta con nuestras cosas más queridas. O con las cosas más odiadas, pues la posibilidad de que nuestra maleta se pierda en el mar de las maletas de las confusas aduanas interestelares es tan inmensamente grande, que sería bueno aprovechar y deshacernos de una buena vez y por todas de las cosas que más nos molestan. En esa maleta del extravío habría que meter:

-Una chayota, como símbolo de lo que carece de sabor.

-Y el Palacio de Miraflores, de manera que cada gobernante electo se siente en la silla lo más lejos posible. Para ello habría que miniaturizar el palacio, pero descuide, de eso no nos encargamos ni usted ni yo.

Como decía, esto no es una maleta, es la vida portátil. Y toda vida portátil tiene dos destinos: el exilio o el vagabundeo. Yo me quedo con el vagabundeo que no le hace daño a nadie, no como el exilio que tiene esa cosa quejumbrosa, ese tono de lamento bíblico. Un vagabundo sabe que su maleta (bolso, bolsa, mochila, da lo mismo) es su vida. Allí está todo, allí tiene todo. Y por supuesto nunca se separa de ella. ¿Cuándo se ha visto a un vagabundo sin su bulto, sin su maleta? Como las mujeres, que no se despegan de su cartera, así son los vagabundos. Por eso los vagabundos y las mujeres son ciudadanos de primera, pues no se despegan de su propia vida, ni un segundo siquiera.

Uno es uno y su equipaje, dijo Ortega, a pesar de que en ciertos casos (los casos más pedantes) el equipaje es invisible (imaginario, dirán otros) y entonces la maleta no es una maleta como todos conocemos, con sus herrajes y sus correas y sus rueditas, sino una forma de pensamiento, algo más parecido a un dilema y para eso no hay detectores de metales. En algunos casos esa maleta es pura nostalgia, y en otros, simplemente, ganas de salir, de irse. He sabido, incluso, de maletas que están hechas para quedarse. Por eso, Sr. Talabartero, le pido que me haga una maleta acorde con mis necesidades. Yo acá le dejo las cosas que deben ir dentro, pero suyo es el trabajo de diseñarla y fabricarla. Cuando esté lista me avisa, para entonces saber a dónde irme.


La culpa es del vicio

Dakmar Hernández de Allueva



Uno
Lo malo de las adicciones no es el vicio, que al fin al cabo cada quien hace un coctel y lo campanea como quiera; lo malo de las adicciones es que como adicciones al fin y al cabo te asaltan y hacen leña cuando menos te lo esperas.

Lo peor de las adicciones es no saber que uno es adicto.

Tras un noviazgo telúrico y tan pasional in profundis como las cartas de Miller a la Nin, unas cuantas escapadas, marchas y contradanzas, finalmente me casé con el flaco.

Cuando el recién estrenado cónyuge me sorprendió gratísimamente con el itinerario de una prometedora y seductorísima luna de miel, me tocó, como esposa obediente, echar mano a mis bitácoras para no repetir algunos errorcitos de antaño.

Con el flaco no hacen falta maletas. A él le arrecha sobre manera que uno quiera andar turisteando con un trapero encima, o con bolsitos que combinen con cada pantaletica. Por eso, un bolso de mano alcanzó para meter a Los Roques, con todo y langosta; un llavero y una franelita de Frida le dieron cabida a 546 CD que vendrían a engrosar la colección del melómano compañero de viaje, los imanes que atesoro tras visitar cada museo, casa ilustre o tiendita de souvenirs transmutan en singulares marcalibros para que no jodan el espacio delimitado.

A la labor ecológica de hacerse con tres mudas para quince días hay que agregar otro tanto, como prepararse a recorrer toda la ciudad que toque sólo para buscar un Cd imprescindible; comer, eso sí, convertirse en sibarita, catar hasta el tuétano, curiosear y perderse, permitirse, conocer y enamorarse una y mil veces.

Por todo lo anterior, los bolsos y mi remedo patrimonial a lo Ismelda Marcos se quedan en casa. Las mariqueras, los moñitos, los anillos y toda la parafernalia que comúnmente me adorna, reposa hasta mi regreso. De eso se trata el matrimonio; verse reflejado en las parejitas que abundan en los duty free, con franelas idénticas, con gorras con nombre de ciudad recién visitada y sandalias con medias negras de camionero. Esposos arrechos cargando cerros de bolsas con recuerdos que incluyen huesos de goma para el perro o espositas como yo, que a pesar de los mimos y los halagos sensoriales, no están hechas para tanta caminadera.


Dos

No está fácil.

Después de aguantar tres vueltas al samsara para hacer el check in, chorrear maquillaje durante las cinco horas que hay que aguantarse para arrancar de Maiquetía, soportar los gritos de las aeromozas y el sobrecargo (que ni siquiera estaba bueno) durante horas y horas de vuelo, engullir la peor comida que he me ha tocado en mis apenas treintaytantitos, nooo, como si no bastara todo aquello, los grancarajos hicieron añicos mi maleta.

Sí.

Llegar al aeropuerto de Fiumicino y no tener a quién ¡¡#$ &!! reclamarle el estado de mi equipaje sólo fungió de abreboca para el atropellado trasbordo y muoversi in cittá con una maleta coja.

Llegar al hotel fue el primer gesto amable. Como toda mujer que se precie de drama queen, reviso de inmediato a mi estropeada compañera de viaje. El destrozo de la maleta es indescriptible. La ropa adquirió color de persona en situación de calle, se rompieron los cosméticos y el perfume. Coño, cualquier cosa menos el perfume. La-men-ta-da retumba en el Coliseo.

Sí, sin duda. Espero que la gente mala, los enemigos semiocultos, los burócratas de oficina y un montón de bichitos se vean obligados a viajar en Alitalia. Que les toque como compañero un turista-becario del Cenal que le tenga miedo a los aviones y que necesite hablar de su vastísima experiencia para distraerse. Amén.


Tres

Desmaletada. Ahí comenzó el drama. Mi reacción natural, ingenua, fue comenzar a ver vitrinas. Aunque el flaco me consoló prometiéndome una maletita bonita, buena, barata y madrileña, quedarme colgada frente a los aparadores se convertía, sin saberlo, en mi más funesta experiencia.

El flaco me jode con la surrealista cantidad de marcas y la variedad de bolsos y maletines que exhiben sin pudor ni precios los anaqueles. Siempre he sido rara, peculiarísima y contradictoria con lo de la ropa y los accesorios. Adoro algunas tendencias, eso no puedo negarlo. Afirmar que la moda me es indiferente resultaría tan sospechoso como que una mujer diga, sin tapujos, que nunca ha leído Hola o Cosmopolitan. Sin embargo, las marcas nunca me llamaron la atención, creo que en mi época punketa problematizada políticamente correcta si acaso usé las Martens de rigor para repartir afiches contra las corridas de toros cuando era voluntaria de Aproa. Bueno… todavía no había leído a Potter (Andrew) ni a Heath… ¿Sirve como excusa?


Cuatro

Es terrible tener que contar con una guía turística para darse por enterado y acometer decentemente el lugar que se visitará. Algunos de estos libritos son tan laxos que te lo puedes llevar a cualquier lugar del mundo y te funcionan para conseguir una estación de metro, o son tan profundos y herméticos que renuncias al viaje de antemano. En mi caso, estoy triplemente jodida: no sé qué impresión le causé en algún momento del cortejo al flaco, pero cada vez que salimos de viaje me somete a unos interrogatorios tan exhaustivos que agotada y exprimida he deseado en más de una ocasión que aparezca una escalera para meterle un empujón.

Roma huele a mierda. Hay un montón de ruinas, pupú de perro, tufos y gritos cada dos cuadras. La indiferencia de los tipos con su patrimonio es inenarrable, indescriptible, incapturable. Cuando pisamos el foro romano, pensaba que al menos con un láser como el que te hace muecas en Cancún el escenario hubiese resultado reconfortante.

Igual, hay que conocerla, patearse el Vaticano, la fontana, las piazzas y comer pizza, mirar a los gitanos, admirar las obras de arte y descubrir, para la mayor de las desgracias, que lo primero que te viene a la mente es el tono seseante de María de todos los Ángeles malpronunciando a los grandes del renacimiento y el barroco.


Y Quincunce

Uno de los nano días de estancia, y después de recorrer y caminar el centro de la pequeña y apretujada ciudad, echamos mano a la guía en búsqueda de un lugar para comer. A estas alturas, el daño ya era inevitable.

En Piazza Navona se anuncia el mejor tartufo del mundo. Lo peor de la vaina es que es verdad. No existen palabras, imágenes, ni siquiera evocaciones cercanas o sugerentes que den cuenta de aquella pequeña bomba de placer. Tan dura fue aquella experiencia, que el flaco y yo decidimos no mencionar más nunca esa palabra.

Después de una botella de vino rosso della casa, el bendito Tartufo y unos cuantos besos y amapuches, le comento con voz casi infantil al flaco que me voy a dar una vueltita por la plaza para tomar unas fotos a la fuente de Bernini.

Unos pocos pasos y allí todo, lo juro, todo. Al alcance de mi mano, a la vista de cualquiera. Comienzo de inmediato a sudar, me sacude una repentina taquicardia, busco la mirada vigilante del flaco. No, no me mira. Me acerco sigilosamente. El encargado de la merca, flaco, moreno, venido de otras latitudes, 20 años, más o menos. Mirada tan nerviosa como la mía que posee la precisión de quien conoce el perímetro: mira todo y a todos.

—¿Cuaáaaannntocuesta? —titubeo, gagueo, tartamudeo, ciceronceo, no puedo respirar.

Cuarentachinco ero. —Impávido, solemne. Ya se había percatado de mi absoluto estreno en el asunto de las negociaciones clandestinas.

—¡¿Qué?! —mascullo algunas palabras en latín, los nervios echaron por la borda las lecciones presurosas de Carina. No tengo referencia, pero creo, intuyo que es demasiado-. Por favor —insisto—. Sólo quiero una pequeña, para mí.

Coño no sé regatear, soy malísima para pedir descuentos, menos en una situación como ésta. A pesar de la escenita, surge el conservador que vive en mí, me niego al juego de la transacción, pero ya no hay marcha atrás. Como si no bastara, el muñequito de la torta de tener que negociar escondida se me hacía invivible.

—40.

Lanzo mirada de malandra resteada latinoamericana. De nada sirve. El carajito me suelta una arenga de que soy española y que sé cuánto cuesta cada una. Que no lo joda, pues.

70 y te doy dos.

Me jodió, pienso. Veo el contenido que descansa en sus manos. Me acerca una, irregular, pequeña, seductora. La otra, mejor formada, lisa, sin errores. Nooooo la tentación es insoportable.

Me cuesta tragar. Respiro y respondo:

—No, es demasiado dinero. Sólo quiero una.

Hay un silencio infinito. Si el flaco me descubre en este cuento es que no quiero ni pensarlo…

Como si de un juego del día de los inocentes se tratara, aparece un policía justo cuando le entrego el dinero y canta el Coro. El chamo, eros en mano, recoge sus aparejos y arranca a correr. Mi profunda crianza de venezolanidad cero timidez aflora y me pego en la carrera detrás del tipo.

Sí. Desde que nos robaron la cámara en Madrid por andar caminando como si bailáramos una canción de Montaner, entendí que Europa se patea a punta de las All star más ruñías que atesore el clóset a la espera de un momento como éste. El moreno, atónito, me ve resuelta, aunque me lleve una clara ventaja.

No hay elección, no sé si por lástima o por solidaridad de extranjero: frena, sonríe, me entrega la mercancía, el vuelto y se va.

Despeinada, transpirando y visiblemente excitada por la compra, aparezco triunfante y me siento a la mesa.

El flaco, con grandes ojos, me pregunta preocupado:

—¿Qué vaina es esa?

Confieso que desde aquel día, consciente de este vicio que me consume y que se consigue sólo en aquellos predios europeos, he armado una estructura que me asegura y alimenta el mal hábito que no quiero ni pienso abandonar. Tengo mis intermediarios, consigo ofertas, estoy dateada y demás. Algunas de mis amigas, desde las que usan tiaras hasta las que se visten sólo de Mayela y Zingg, ni siquiera notan la diferencia. El flaco, por supuesto, no sabe nada.

Todavía recuerdo lo que le respondí aquella tarde:

—¿Qué? ¡Ah! ¿Esto? Nada, un bolsito Prada que me acabo de comprar.


http://elinterdictodedakmar.blogspot.com/

Sobre los héroes talabarteros

Mario Morenza


Puede que el concepto de “Talabartero” haya llegado a mi comprensión con un retraso afín al de las revistas MAD a Caracas. Me refiero, claro está, a la categoría de conceptos que tienen que ver con oficios. La primera vez que vi la palabra iba en autobús por la Av. Casanova, rumbo a mis soporíferas clases de inglés en el CVA a eso del 2002 ó 2003. A las ocho y media de la mañana, por lo general, esa vía está tan congestionada que, por la angustiosa inmovilidad, lo obliga a uno irse a pie hasta Las Mercedes. En una de esas mañanas de colas inefables, vi a lo lejos un letrerito que decía Talabartería. Quizá repasaba las tareas anglosajonas para ese día y había pasado el switch de español a inglés. Por lo que la salsa erótica que reverberaba en el autobús, el cuchicheo de los pasajeros y los estrambóticos letreros de los negocios de la zona no me desconcentraban, se movían en otro plano de mi semántica. Únicamente la palabra Talabartería se logró colar, como una indocumentada, una exiliada absoluta de los abecedarios del mundo, en fin, como una palabra venida del más allá, de una lengua muerta y clamaba ser registrada en mi lexicón.

En estos primeros días de mayo del 2007 me he dirigido, sin colas y con un inglés un tanto mejor al de Penzini Fleury cuando dice Florira Meeerliiiiins, a la Av. Casanova. He visitado unas cuantas talabarterías, media hora antes anduve por La Candelaria. Pero, mejor hablemos primero de los rastros talabarteros que encontré en las zonas más prehistóricas de la ciudad.

En Venezuela, es fama que cuando no se conoce mucho de algo, uno acude a las páginas amarillas. Ahora, en este 2007, las páginas son electrónicas. Unas siete talabarterías se encontraban en La Candelaria, según los datos que suministraba el ciberespacio.

En mi recorrido, sorteando baches, semáforos con vida y luz propia, utilizando técnicas detectivescas, me fui con un promedio digno de bateador-pitcher de la Liga Nacional: sólo hallé dos de esas siete. Repentinamente, como una alucinación a mi estado Sherlock Holmes criollo, pasé por la fachada de la PTJ. El siguiente negocio, perdón, la siguiente puerta que había en esa cuadra, invitaba a preguntar por señales a personas en estado de rotación constante como por el que yo atravesaba. Casi automáticamente lo hice. Era un señor canoso, como de 65 años. A él le pregunté por la primera talabartería que tenía en mi lista, la que había sacrificado la originalidad de un nombre, por una identificación masiva en aquella macedonia de comercios caraqueños con olor a guayoyo y de un fervor anti-fiado inconcebible. El Sr. Canoso colocó todas sus arrugas faciales en el perfecto orden para mostrar su cara más desoladora. Me dijo: No, esa talabartería ya no existe. Después de unos segundos que debieron pasarle ante sus ojos como un vertiginoso flashback de celuloide, agregó con aires de sentencia jurídica, luchas penales y económicas: Era mía.

Así, pues, que la talabartería Talabartería, ubicada en la Av. Universidad, de Monroy a Misericordia, local No. 146, ya no sobrevivía. Sin embargo, no todo era desolación. El Sr. Canoso me indicó, que si me movía en la forma en que el caballo se mueve en el ajedrez, encontraría dos talabarterías más en esa misma cuadra. Le agradecí. Crucé la esquina. Y en efecto. La talabartería Rodolfo Galbán Sucrs aparecía ante mí. Relinché de la emoción. Todas las letras que suponía identificaron el negocio en el pasado, habían emigrado o sido contratadas para la fachada de otros más relucientes y prósperos. Una letra que lleve bajo el brazo la experiencia de haber servido para anunciar un comercio de esta índole, consigue contrato tan rápido como yo hallé la siguiente talabartería. Ésta se ubica con disimulo en las entrañas del edificio Parque Carabobo y tiene como apellido el nombre de su propio dueño, el carismático señor Freddy que, en lugar de Talabartería, su negocio parece un desafío al tiempo. Había tantas chaquetas reparadas que podían quitarle el frío a la última promoción del Liceo Experimental Nuestra Señora de la Candelaria. Por todos lados había máquinas que parecían sacadas de alguna pesadilla de Stanislaw Lem. El milagro ocurría. Muebles y ropajes que ya tendrían su puesto seguro en La Bonanza, resucitaban de nuevo.

En la Talabartería Creaciones Freddy, descubrí que este oficio no sólo es un desafío a lo implacable del tiempo, sino que es lo más parecido a la ingeniería genética. En la Talabartería se manipulan cueros, pieles, se regresan tejidos a su estado original, cueros y y pieles maltratados por las condiciones ambientales y otros fenómenos, como el calentamiento global y lluvias alcohólicas, lluvias ácidas, lluvias de salsa agridulce en restaurantes chinos. A la Talabartería del señor Freddy es fácil llegar. Igualmente adjunto las tarjetas de presentación que algunos talabarteros me obsequiaron.

Seguí mi rumbo. Mi brújula apuntaba hacia la librería Monte Ávila. Allí conseguí tres joyas de la narrativa, una de ellas llevaba un considerable período de tiempo buscándola: W o el recuerdo de infancia. Las otras dos son obras de Chuck Palahniuk: Nana y Diario, una novela. ¡Y cómo son las cosas! Hace días le había preguntado a mi abuela, si por el Valle o Coche habría alguna talabartería. Gloria puso su mejor rostro de guía turística y me dijo que sí, que quedaba una, una sola, una mítica y milagrosa, cuyo dueño podría revivir hasta los pellejos de un caído en la guerra de la independencia. Era un negocio familiar, me afirmó y me indicó los datos muy tangencialmente, como para que la descubriera por mis propios medios y sintiera la emoción de hallar la versión Frankenstein de una cartera. Me dijo, también, que ya no había muchas, con el tono con que se habla de animales en extinción. En eso, pensé en La estación Plaza Venezuela, que ahora parece un zoológico virtual de animales de esa índole. Me dije a mí mismo: por qué no instalar en alguna otra estación gráficos que alerten sobre negocios que poco a poco están entrando en ese limbo, ese plano al que pertenecen las lenguas muertas, los mamuts y, al parecer, muy pronto, nuestro oso frontino. De seguro una talabartería ocupará una columna de esa estación, que no será zoológico virtual como la congestionada Plaza Venezuela, sino un Centro Comercial del Abolengo. En fin, otra cursilería venezolana por lo perdido negligentemente. Mi abuela, hablando de las imposibles talabarterías vallecocheras, me confesó un recuerdo de su infancia, que su papá, mi bisabuelo paterno, había sido un talabartero de renombre en Cuba, hace ya hará de eso unos 60 años. En eso, asentí moviendo mi cabeza como si dibujara en el aire una W con la nariz.

Y pienso en Plaza Venezuela de nuevo. Una estación más y ya estoy en la Av. Casanova. Es cierto que la Av. Casanova tiene la bien ganada reputación de ser la avenida caraqueña con más hoteles por metro cuadrado. A su registro de récords de la arquitectura moderna, debemos agregar que también es la avenida con más talabarterías por cuadra. Allí visité tres de las seis que, según el testimonio de Edison Flores, el talabartero de Nathaly 21, c.a., hay por esas calles. Su talabartería no tiene el tamaño industrial que la del señor Freddy, pero el ímpetu seguro es el mismo. Es un local pequeño y la atención rápida y efectiva. Lo pude comprobar en los minutos que estuve allí, cuando dos o tres clientes recibieron sus calzados y chaquetas restaurados. De Nathaly 21 fui a Sandra. Esta talabartería amputó la palabra más mentada en esta crónica, al menos así lo demuestra la carta de presentación que me entregó su dueño. Ahora cada día que pasa es más zapatería y distribuidora de morrales que otra cosa.

La tradición talabartera con sugestivos nombres de mujer –¿será por la zona?– desembocó en una con siglas, quién sabe si femeninas también. Inversiones H.N.H. C.A. es atendida por Nayah y ese día, sus hijas y nietos iban de un lado a otro en una atmósfera hogar detrás del mostrador. Ahora, usted lector, recuerda cuando al principio de esta crónica, titubeantemente le relaté la primera vez que me topé con la palabra talabartería, pues bien, ahora llegaba lo más cerca que había estado a ese letrero que agregó otra palabra más a mi rompecabezas del mundo. Era como si hace 4 ó 5 años hubiera avistado, con la ayuda de un telescopio, un planeta en el horizonte galáctico. Entonces, a principios de mayo 2007 pisaba sus cráteres, montañas y praderas. Aunque, al parecer, el cráter que más preocupa al señor Nayah es el económico. Nayah, con tono sufrido de quien ha encanecido volviendo zapatos y carteras a la vida, me dijo: Los materiales ya no se consiguen. Si llegan a conseguirse, los proveedores se aprovechan de la escasez, y te lo quieren vender excesivamente caros. Yo, como que este año, me voy para el carajo, sentenció.

Sus palabras sonaron como un fado portugués, a pesar de mostrar, con orgullo, en cualquiera de las esquinas, su origen árabe, su batallador origen árabe. En la última parada no me dieron tarjeta. Se trataba de una talabartería con nombre de grupo musical juvenil o placa de avioneta: Inversiones 50-A-5. s.r.l. En ésta, como ya lo habrán notado, el nombre de talabartería no aparece por ninguna esquina, como si hubiese sido sustituido por una clave Morse. Sin embargo, a esa talabartería iré a arreglar unos zapatos Clarks que acaban de soltar sus suelas, como si fueran ya un elemento detestable, otra piel a la que no querían seguir adheridos. En Inversiones 50-A-5 llevaré mi par de zapatos huecos. Abonaré, como bien lo dice el cartelón, la mitad del costo de la mano de obra.

Luego de mi búsqueda a lo Indiana Jones por Caracas, me fui a Libroria. Debo acotar que no la conocía. Allí estuve como dos horas. Me recordó a la Pulpería, sólo que me atendieron bien y no me cobraron tan caro por las joyas que allí encontré. Los títulos, curiosamente, encajan con lo que había sido ese par de horas de talabartería en talabartería. De Carson McCullers me llevé La balada del café triste. Ahora las talabarterías tienen que bailar pegado con la economía. Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato fue el otro título. Los talabarteros son una raza, de las pocas, que en su acto de fe, se niegan a morir como los miles de metros cuadrados de cueros que han logrado salvar. En Venezuela, donde todos los días se celebra algo, es injusto que no exista el Día del Talabartero. Creo que en algunos países se celebra en octubre, el primer domingo de ese mes.

Para la próxima semana volveré. Esta vez para llevar mis Clarks, con movilidad reducida, a la talabartería antes mencionada.


http://elblogque.blogspot.com/

Talabarterías de Caracas

Mario Morenza


Cueros por Amazon.com

Mireya Tabuas



Te anuncias. Estás en venta. Toda tú, en cueros. Entera o por partes. Rebanada. ¿Me da 100 gramos de costilla, medio kilo de pechuga? Al mejor postor. Quién da más. En remate. Al mayor o al detal. A la carta. Por catálogo. Por suscripción. Envíe un email y recibirá una muestra gratis. Con la piel firme y lampiña de tus muslos, saldría un bonito bolso de mano. Con la dermis suave y blanquísima de los antebrazos podríamos hacer unos parches para el bluyín, están de moda. Con la membrana que recurre tu corazón, una armadura.

El cliente podría adquirir la piel de tu pierna derecha, por ejemplo, con el lunar de nacimiento con la forma del mapa de España y una fabulosa vista de la cueva de Altamira. Si está interesado, también puede tomar tu pie derecho, con un lunar junto al dedo meñique, a un increíble precio sólo para fetichistas. Mutile a su gusto. Self service.

Antes de que el cuero envejezca y no lo pueda atravesar la aguja del modisto. Corte sus manos y hágase con ellas unos guantes, son manos suaves, dedos largos, uñas cortas, aptas para climas fríos y desilusiones. La piel de tu espalda, resistente a los rayos ultravioleta, puede servir de sombrero para el Sol crujiente de estos trópicos. La dermis de tus nalgas, apta para el tiro al blanco, puede enmarcarla en la sala, trofeo de guerra. También, y por un módico precio, están tus dientes, tus ojos, tu cabello, que bien sirven de souvenir. Tu boca dormida se ha reservado para aquellos que no pudieron disecar una rana en el laboratorio de biología del liceo. La quebradiza piel del cuello, señuelo de navajas, puede echarse a las ratas. La epidermis larga y bronceada de las piernas es práctica para embalsamadores novatos. Con las cumbres simétricas de los senos –y la fortaleza puntiaguda de dos pezones rosados- puede fabricarse el traje del Emperador. Y en subasta de Sotheby´s, la obra mayor: tu monte de Venus, con la humedad ingenua de tu vulva y las diabluras certificadas de tus clítoris, en carne viva, por lo que se recomienda su uso –cualquiera que éste sea- de inmediato.

Comegentes, antropófagos, carnívoros, seguidores de Arwin Meiwes, el caníbal alemán de Internet, gourmets, coleccionistas de joyas, taxidermistas, anónimos desalmados. Para todos ellos aquí está tu cuerpo, desnudo, autogestionándose. Tú eres tu propia talabartería. Desarrollo endógeno.


http://elpaisdelosequivocados.blogspot.com/

La maleta del fin del mundo

Roberto Echeto ®


La vida tiene momentos insólitos que nada tienen que ver con que a las mujeres les gusten las cicatrices de sus hombres.

A veces, vas manejando y tus sensores detectan que por la acera de tu derecha, viene una chica guapísima. Aún está muy lejos para poder detallar sus facciones, pero igual te dices que se trata de una beldad marmórea. Aceleras y sigues viendo a la hermosa dama; esperas a que esté más cerca, pero cuando tú y la chica coinciden en la misma línea trazada por la casualidad, un poste de luz se atraviesa y te impide verle la cara. Así el absurdo hizo que siguieras tu camino sin poder determinar jamás si la muchacha era tan bella como parecía.

Nuestra existencia se mueve en zigzag; nunca en línea recta. A veces, en uno de esos desvíos producidos por la fuerza del destino, la vida se abre y te muestra su reverso. Es ahí cuando los gorilas se ponen sus pelucas amarillas y surgen, en definitiva, los hechos insólitos que queremos contarles a nuestros semejantes.

El otro día, por ejemplo, Ricardo, el hermano de Roberto, le contó que vio a Ron Wood a su salida del Museo del Prado. Al día siguiente, Henrique, un amigo de Roberto, le dijo que su esposa fue al Museo del Prado y que vio a…

—Ron Wood —interrumpió Roberto.
—¿Cómo sabes tú a quién vio mi mujer en Madrid?
—Porque mi hermano, que también está de paseo por allá, lo vio.

Esa misma tarde, Henrique le mandó a Roberto un mensaje electrónico en el que reiteraba su sorpresa por aquella casualidad y le enviaba la foto que su esposa le había tomado al bajista de los Rolling Stones. Por allá atrás, chiquitico y asomado como buen venezolano, estaba Ricardo, admirando al legendario personaje.

Cuando menos te lo esperas, la vida echa chispas y te suelta un hombre araña que se mete en tu apartamento para robarte el ipod, la plata, la computadora y hasta la morocha recortada que te regaló tu abuelo, mientras tú duermes como un angelito. El hombre araña hace su agosto a oscuras hasta que, de pronto, va a la cocina, abre la nevera y se da cuenta de que hay una palangana rebosante de chupe.

Spiderman no puede resistir la tentación, saca la olla y se la lleva junto con los demás artefactos que depredó en varios apartamentos, además del tuyo. Eso sí: cuando toma la cuerda, que está amarrada en la azotea, se da cuenta de que tiene que hacer maromas para bajar a rapel por la pared occidental de tu edificio.

A la mañana siguiente, tú te sorprendes porque en la acera yace un cuerpo sin vida que tiene tu olla en las manos. Tus vecinos y los muchachos de la policía se ríen porque, a pesar de la caída, no se derramó ni una sola gota de chupe.

Como los hechos insólitos siempre están por ocurrir (y no todos son benignos), debemos estar preparados para afrontarlos.

Hay quien enfrenta esos hechos con su sola inteligencia y con los recursos que se le ocurren en el momento, cual Mc Gyver. Otros prefieren cargar una «maletica del fin del mundo», como la que tenía el matón que interpretaba Nicholas Cage en Face Off. En ese maletín el personaje llevaba un par de pistolas doradas, un frasco de aspirinas y una caja de chicles. Era la versión malandra y contemporánea de los avíos que cargaban consigo los pilotos de Dr. Strangelove. ¿Los recuerdan? En cada uno se guardaba una pistola, un condón, un diccionario en miniatura inglés-ruso, una Biblia también en miniatura y un pequeño lingote de oro; es decir: lo mínimo necesario para pasarla bien en pleno apocalipsis.

Y tú: ¿qué meterías en tu maletica del fin del mundo?

En la suya, este servidor metería mil dólares, un ejemplar de Macbeth, seis interiores limpios, una libreta, un marcador negro y un crucifijo-navaja.

Ahora sí: que vengan los monstruos.


http://robertoecheto.blogspot.com

En cueros

Fedosy Santaella


Quizás existan mejores maneras de comenzar esta historia, pero el asunto es que lo dije. “Quiero andar en cueros con dos mujeres”, eso fue lo que dije, y cuando uno dice algo así, no queda más remedio que comenzar de esta manera. Así que ahí estoy, metido de cabeza en una talabartería, diciendo lo siguiente:

-Quiero andar en cueros con dos mujeres.

El hombre hizo una sonrisa realmente preocupante para quien la viera desde afuera, pero que para mí no significó gran cosa, y me dijo:

-Te tengo la solución.

Ahora te preguntarás qué estaba haciendo yo, que no soy carterista, en una talabartería. Pues no tengo la menor idea. Simplemente andaba por ahí, a la deriva, entregado a la música de violines en que me había sumido el lamentable estado de mi vida sexual, que en aquel momento, para serte sincero, no era ni siquiera lamentable, porque no era tampoco vida, ni mucho menos sexual.

Yo tenía años de años que no refocilaba, y la cama sólo la usaba para dormir, para ver pornos y para meterme debajo de las sábanas, jugando a que vivía un largo invierno en el Polo Norte, rodeado de osos hambrientos que algún día me devorarían (imagen cortesía de Timothy Treadwell, o de Herzog… o del oso, como prefieras). Total que voy arrastrando los pies, preguntándome cómo podía hacer para activar aquel asunto del sexo, cuando de pronto me encuentro con un aviso pegado a la puerta de un establecimiento comercial que decía “atrévase a preguntar”. ¿Atrévase a preguntar?, le pregunté al cartel, e imaginé que el susodicho me respondía: “Sí, atrévete a preguntar algo así como: ¿saldré de aquí refocilado?”. Pero no le hice caso, porque entré y no pregunté, sino que dije lo que ya dije que dije, es decir:

-Quiero andar en cueros con dos mujeres.

Y es que después de tanto tiempo, yo no quería una, sino dos, y hasta tres mujeres, pero para no ser exagerado o agalludo –siempre he sido una persona considerada-, pedí dos. (Sé que también hubiera servido una gorda, que valen por dos y hasta por tres, pero no estaba de ganas de gordas, porque recién me habían caído encima un par de nalgas de gorda desde un octavo piso y me costó mucho arrancarme aquellas nalgas de la cabeza).

-Te tengo la solución –dijo el hombre, y me puso sobre el mostrador un pedazo de cuero.

-Coño, ¿una piel de Zapa? –pregunté.

-¿Qué comes que adivinas?

-No mucho, soy un poeta del hambre también.

-Ah, de los escriben comentarios anónimos y corrosivos en los blogs.

Preferí no responder y formulé otra pregunta:

-¿Pero dígame, esta piel es la misma… es decir, la de Honoré… la de Amundaray?

-Usted es culto, pero bruto.

-¿Perdón? –dije ofendido.

-¿Cómo va a ser la de Balzac o la de Amundaray? Esas se gastaron.

-Cierto –concedí humilde.

-Esta es una nueva. Mire: reluciente, olorosa, y muy suave.

-Jefe, me la está vendiendo como si fuera a tener sexo con la piel de Zapa.

-Bueno, amigo, uno nunca sabe lo que hace la gente en intimidad. Pero en realidad la piel es para pedir deseos.

-Sí, hermano, pero no me la venda como una maravilla, que ya sé cómo termina la historia.

-Supongo que en la cama y en cueros con dos mujeres.

-No amigo, la de la piel de Zapa.

-Ah, bueno, pero es que la de Honoré y la de Raúl eran imperfectas.

-¿Qué quiere decir?

-Bueno, que cuando eso se hallaban en período de prueba, y bueno… se gastaban…

-Y también se gastaba la vida de quien la usaba. Pequeño detalle, ¿no?

-Pero ésta no se gasta, está repotenciada. Se lo juro por mi padrecito que vive en el cielo.

-¿Seguro?

-Tanto como el infierno.

-Guillo.

-..Que hay mucho pillo.

-¿Y puedo entonces pedir todos los deseos que quiera?

-Hasta que se le gaste el cuerito.

-¿Perdón? ¿Cuál cuerito?

-Bueno, imagino que si se tira una encerrona de qué sé yo, seis meses, con dos mujeres… bueno, algún cuero se gasta.

-Ni que eso fuera jabón.

-Señor mío, aquí no hablamos de jabones, esto es una talabartería. La farmacia queda al lado.

-No se ofenda, amigo, disculpe.

-Hay ofensas peores, como por ejemplo que un padre no le quiera dar a su hijo la herencia por adelantado, porque y que se la va a malgastar. Eso sí que es una ofensa, considerando sobre todo que el padrecito muestra una horrorosa tendencia a la longevidad.

-Bueno, bueno, sus cosas personales me tienen sin cuidado. Hablemos de negocios: ¿cuánto cuesta la piel de Zapa?

-¡Vaya, por fin se atrevió a preguntar!

-¡Pero claro! ¡Necesito refocilar!

-¡Qué palabra tan hermosa! Re-fo-ci-lar.

-Sí, más cuando se practica… ¿Pero dígame cuánto cuesta?

-Se lo escribo en la factura. Disculpe, pero es que soy mudo.

-Ya me lo imaginaba, no se preocupe.

Entonces comenzó a llover. En el techo de la talabartería había agujeros y, mientras el enigmático vendedor (que por cierto tenía cierto aire al actor Rafael Briceño) hacía la factura, algunas gotas cayeron sobre la piel sin que él se percatara, y la piel se encogió. Me sentí estafado, busqué mi guante blanco, le di con él al vendedor en la cara, y lo reté a duelo. Él aceptó con señas. Mientras esperábamos que dejara de llover, comentamos algo sobre el acontecer nacional e internacional por medio del lenguaje de los sordomudos, como en los noticieros de televisión. En aquel momento yo también preferí el silencio: resultaba muy bonito escuchar la lluvia caer sobre el techo (y sobre el piso y el mostrador) de la talabartería. Cuando escampó, salimos. Tuvimos un duelo de pistolas. Yo salí vivo del asunto, el vendedor también. A mi espalda, en cambio, cayó un rabipelado, y detrás del otro, un poeta sucio y desechable que iba pasando con una rosa bajo el brazo. Nos dio mucho pesar lo del rabipelado, pero en vista de que seguíamos vivos, no le dimos tregua al dolor, y nos sacamos las correas. Salimos corriendo uno contra el otro a darnos unos correazos. Pero nos caímos a mitad de camino porque se nos bajaron los pantalones. Aburridos de tanto infortunio, desistimos y nos dimos las manos (cosas del lenguaje de los mudos). Ya de regreso, en la puerta de la talabartería, intercambiamos unas palabras.

-El cine nacional es muy malo –dijo él.

-¿Y qué me dices de los cuentos de Sael Ibáñez? –dije yo buscando cambiar el tema de conversación.

-De eso ni quiero hablar –replicó él, evasivo.

-Sí, va a llover otra vez –respondí, igual de esquivo.

Crucé la calle y me fui a buscar un puente donde guarecerme. De verdad lamento que la piel de Zapa se encogiera con la lluvia. Si se me hubiese encogido a mí de tanto pedir deseos, no hubiera sido problema, pero que se encogiera con la lluvia… Coño, vale, de verdad que en este mundo no hay justicia.


http://www.fedosysantaella.blogspot.com

Al infinito y más acá

Enrique Enriquez


A Juan Carlos Palenzuela


Todas la tardes el señor Kowachovsky colocaba su telescopio en el centro el parque infantil vecino a su edificio. Allí, rodeado de niños berreando felices, miraba. La señora Kowachovsky lo acompañaba siempre y se sentaba orgullosa en un banco del parque, comentándole a las madres que el hobby de su marido era la astronomía.

-Hoy hay una lluvia de estrellas -decía.

Colocar el telescopio en posición no parecía cosa fácil, a juzgar por el tiempo que tomaba al señor Kowachovsky ubicar con exactitud desde qué punto se vería mejor tal o cuál estrella. Una vez fijado el trípode en alguna postura que parecía convincente, Mister Kowachovsky deshacía todo el tinglado tras mirar por el ojo del aparato haciendo un leve gesto negativo y volvía a empezar. Las diminutas tuercas en forma de mariposa que fijaban la altura de cada pata revoloteaban literalmente, yendo y viniendo entre los dedos del viejo, quien a diario hacía pensar a los vecinos que el lugar exacto para mirar la vía láctea no aparecería nunca.

Una vez complacido con el ángulo correcto, Kowachovsky se borraba. No era más el tenue anciano de pantuflas grises y mirada de lana. Eyectaba. Se perdía para siempre en el cielo incalculable, contando bombillos eternos.

No era muy frecuente, pero a veces, algún ocioso dejaba la vigilancia estricta sobre su niño y se aventuraba a pedir, rogar incluso, se le permitiese echar un ojo al firmamento. La respuesta era tan inmutable como las propias estrellas:

-Oh no, lo siento. Ahora estoy en un momento crucial. Un instante que tal vez no se repita en tres mil años -decía el viejecillo, abrazando fuerte con las pestañas la mirilla de aquel ojo amplificado y comprado en oferta.

Fue en uno de esos momentos, cuando un padre aburrido se acercó al viejo a pedirle un chance así fuera para que le dijeran que no, que su hijo le aterrizó un avioncito en el ojo al niñito del 3C, éste le devolvió el gesto y se armó la de San Quintín. La sangre de los niños asusta más de lo que duele y el parque entero, señor Kowachovsky incluido, se volcó a sofocar la emergencia dejando telescopio, columpios y demás juguetes olvidados por un segundo.

Pero alguien no se olvidó del telescopio: un niño. Un niño sólo, olvidado a su vez por alguna de esas madres que juegan a ser el alma de la fiesta, la alegría del hogar de otros. Ese tipo de mujer que tiene siempre un consejo listo para regalar, con tal que te lo lleves lejos, donde ella no tenga que usarlo.

El pequeño imberbe se limpió unos mocos con la manga de la franela antes de asomarse por el ojo del telescopio. Debe haber pensado que era potentísimo aquel cachivache, cuando vio lo que vio con tal claridad.

-¡Una marciana! -gritó, y la quijada no le volvió a su sitio por el resto de la tarde.

Aquel chiquitín quiso robarle a Kowachovsky un parpadeo en la bóveda celeste, pero en lugar de estrellitas se encontró con la vecina del 14D, una celestial rusa de piernas astronómicas, sorprendida aplacando al oso Kodiak que lleva por dentro con bastante espuma y una afeitadora, totalmente desnuda, despatarrada sobre un chaise lounge que ponía como en bandeja de plata su rosado infinito.

www.enriqueenriquez.net

De piel exclusiva...

Juan Zamora


I

La cara de Alfaro, se fue transformando lentamente a medida que se acercaba a la escena del crimen. A escasos metros, la detective García, interrogaba al sujeto que había efectuado el hallazgo.

El cuerpo yacía sobre periódicos y bolsas plásticas dentro del contenedor de basura. Los técnicos buscaban huellas, pistas, tomaban fotos y realizaban mediciones.

Alfaro, el agente policial recién salido de la academia, no podía ocultar la mezcla de repulsión y horror que se le dibujaba en el rostro.

Músculos, órganos, huesos, todo expuesto. Un cuerpo desnudo, desprovisto no sólo de sus ropas, sino también de su epidermis. Perfectamente desollado.

-Fue un trabajo limpio –aseguró el forense-, hecho con el material adecuado y mucha paciencia, ¿de qué otra manera podía hacerse algo así?

-Un sujeto dedicado y meticuloso, diestro con el bisturí -complementó García.

-El segundo en menos de un mes -acotó Alfaro, quitándose el pañuelo de la boca y pasándoselo por la frente-. El otro lo encontraron colgado en un depósito abandonado, como si se tratase de una res metida en la cava de un frigorífico.

La detective García guardaba su libreta de anotaciones, lo último que escribió fue, “el único testimonio con el que contamos, al igual que en los otros casos, es con el de la persona que descubrió el cuerpo”.

No había testigos, ni rastros, sólo la sangre del occiso y su rojiza carne descubierta. ¿Y la piel? ¿Dónde diablos estaba la piel? ¿Acaso se trataba de una suerte de macabro cazador que, aburrido ya del cuero animal, buscaba ahora nuevas emociones? Como esa, muchas otras conjeturas. Demasiadas preguntas y pocas respuestas.

Cuatro víctimas en lo que iba de año, tres hombres y una mujer, todas de distintos estratos sociales, no había un móvil aparente; sólo cuerpos sin vida, desollados, y abandonados a su suerte (¿suerte?).

Alfaro atendió una llamada en su celular, cuando colgó, se dirigió hacia la experimentada detective García:

-Era el comisario, ya comenzó a meter presión. Que ya van cuatro, que qué le tenemos, que los periodistas lo están acechando, que qué les dice...

-¡Basta Alfaro! Suficiente, dile al comisario que se vaya a la mierda, que yo ya tengo bastante con esto.


II

La campanilla de la puerta de la talabartería sonó, anunciando la llegada de un visitante.

Jacobo salía de la trastienda para acomodarse detrás del mostrador y poner la mejor de sus sonrisas para recibir al posible cliente.

-Buenos días.

-Muy buenos días tenga usted, mi estimado. Bienvenido a la “Talabartería y Peletería Jacobo”, todo en pieles de la más excelente calidad, atendido por su propio dueño. Dígame, en qué podemos complacerle.

-¡Eh!... imagino que Jacobo, es usted.

-Así es señor, el mismo, para servirle.

-Vengo por referencias de un amigo. Él me entregó esta tarjeta con la dirección y su nombre. Su recomendación fue muy entusiasta y convincente, tanto así que no dudé en venir.

-¡Caramba! Mi agradecimiento a su amigo entonces.

-Vi la silla de montar que le hizo y me encantó, en verdad que es otro tipo de cuero, para nada común.

-Trabajo con encargos especiales, mis pieles son únicas y el proceso de curtido es óptimo, ¿el resultado?, pues, salta a la vista.

-En verdad quedé maravillado con la silla. Excelente textura, un cuero muy suave y un extraño y bello color que no he visto en ningún catálogo. Y mire que he visitado muchas talabarterías alrededor del mundo. Soy un aficionado del cuero.

-En todo caso, déjeme primero aclararle que prefiero utilizar el término “piel”, en lugar de “cuero”. Puedo asegurarle además, que en ningún otro lado conseguirá, un tipo de piel como las que utilizo para mis encargos.

-Bueno amigo, no se hable más y pasemos a lo del pedido. Estoy interesado en una chaqueta de cuero, ¡eh!, perdón, de piel, para mi esposa. Deseo un color inusual, algo exclusivo, pero eso sí, de tono oscuro.

-Sólo necesito tiempo y un pequeño adelanto. Como comprenderá, tardo un poco en encontrar “pieles exclusivas”. El proceso es totalmente artesanal y sin intermediarios; es decir, que yo mismo consigo “la pieza”, la desollo, realizo la operación de curtimiento, y finalmente confecciono el encargo, todo con mis propias manos y métodos antiguos.

-Esta bien, no se preocupe por el tiempo, vine con suficiente antelación y el dinero tampoco es problema; estoy dispuesto a sorprender a mi esposa con algo único y digno de ella, sin escatimar en gastos.

-Pues así será. Le indico que sólo acepto efectivo, aquí está el monto total y el porcentaje del anticipo. Por favor, déjeme un número telefónico que solamente usted atienda; yo lo contactaré en su momento. ¡Ah! y un último favor, no me de nombres...


III

Alberto, hombre alto, flaco y de tez oscura, llegó muy contento a casa; traía buenas nuevas para su esposa y sus dos pequeños hijos.

-¡Alégrate mujer! He conseguido trabajado al fin.

-Qué maravillosa noticia. El buen Dios ha prestado atención a nuestras súplicas.

-Comienzo mañana mismo, la paga no es mucha, pero alcanzará para satisfacer nuestras necesidades.

-Bueno Alberto, de seguro es mejor que nada. Y dime, dónde trabajarás.

-Es en una talabartería. El dueño acababa de colocar el aviso en la vidriera solicitando un ayudante, cuando venía pasando y alcancé a verlo. De inmediato entré y después de mirarme fijamente por unos instantes, dijo que era precisamente lo que andaba buscando. Me hizo mucha gracia su comentario, “eres la pieza que necesito”.

-¡Caramba! Como si te hubiese estado esperando.

-Así es mujer. En seguida me habló del salario y de la necesidad inmediata que tenía de enviar a una persona a atender algunos asuntos en el exterior.

-¡O sea qué tendrás que viajar!

-Tranquila, partiré pronto, pero mi jefe se encargará de hacerte llegar parte del dinero durante mi ausencia.

-Qué rápido resuelven las cosas ustedes los hombres, y sin necesidad de consultas...

-Vamos mujer, no empieces. Más bien, alégrate y comienza a preparar la despensa, que pronto tendremos para llenarla.


IV

Había pasado más de un mes desde el hallazgo del último cuerpo despellejado. Aún sin pistas y perdida en un montón de fotografías y carpetas, la detective García salió de su oficina para dirigirse a las afueras del recinto policial y fumarse un cigarrillo.

En la entrada del edificio, se topó con una joven mujer acompañada de dos niños pequeños. Le llamó la atención la cara de angustia y preocupación que traía, así que procedió a interrogarla.

-¿Señora, busca a alguien en especial? ¿Algún problema?

-Se trata de mi esposo. Salió de viaje hace ya algún tiempo por asuntos de trabajo y desde que partió, no hemos tenido contacto. Su jefe me dice que todo está bien, que pronto regresará y que me quede tranquila. Me ha dado dinero y prometió no dejar de hacerlo, pero presiento que algo anda mal. Mi esposo es una persona que no acostumbra a desprenderse de su familia por mucho tiempo, y siempre procura mantenerse en contacto, me extraña muchísimo que a más de un mes de su partida, aun no se haya comunicado conmigo.

-Bueno señora, quizás no sea nada, pero de todos modos, diríjase a la sección de personas desaparecidas y pida que por favor abran un reporte, ya los agentes se encargaran del resto.

En ese preciso momento, sonó el celular de la detective García, era el agente Alfaro avisándole que habían descubierto otro cadáver sin piel.

En la morgue, el forense recibía la misma notificación. Después de colgar, resopló fuertemente y abrió la primera gaveta de su escritorio. Sacó una pequeña licorera plateada y tomó un trago.

-Aquí vamos de nuevo, a verle la cara a la estúpida de García y al incompetente de Alfaro. Todavía no me explico, cómo es que la detective insiste en repetir la misma frase, “un sujeto dedicado y meticuloso, diestro con el bisturí” ¡Por Dios! ¿Cuál bisturí?

Seguidamente, abrió la segunda gaveta, y el misterioso brillo que salía de ella hizo que esbozara una sonrisa.

Al mismo tiempo, pero en distinto lugar, otro hombre contestaba una llamada:

-¡Aló!
-Su encargo está listo, señor...


http://lemuriosidades.blogspot.com/

Mi aburrido gato de nueve colas

Melissa Wolf


A ver, a ver... ¿por qué fue que me dejaste?

Ya, ya recordé. Me dijiste que yo te aburría.

Ahora, aclárame algo... ¿Yo te parecía una amante aburrida? ¿O era que te aburría todo de mí?

Claro, no puedes hablar, qué tonta soy. Me gustaría escucharte pero tengo que reconocer que te ves endemoniadamente bien con esa cinta de cuero en la boca. Me gusta cómo aprisiona tu lengua, así que puedo vivir sin que contestes mis preguntas.

Eres un imbécil, amor, ¿sabías? ¿De verdad pensaste que me puse toda esta parafernalia negra para reconquistarte, para demostrarte que yo no soy aburrida? ¿En serio creíste que me sentiría cómoda con todo este cuero encima? No, amor, no estoy cómoda, estoy sudando como una cerda... nunca te gustó que sudara, ¿recuerdas?

No sé por qué intuyo que ya no te gustan mis tacones. Solían gustarte y mucho. Se sienten diferentes cuando se te clavan en la piel, ¿verdad? Mira qué bonito circulito dejan en tus muslos. Mira cómo se pone rojito, y luego morado.

Podía haber sido peor. Hay chicas a las que les gusta cortar cosas, pero a mí la sangre siempre me ha descompuesto un poco.

Ah, ya lo encontré. ¿Sabes cómo le dicen a este bebé? Gato de nueve colas. No es cualquier látigo, el cuero está curtido con aceite, amor. Dicen que la sensación es parecida a cuando te fustigan con cuero de alce, uno de los más gruesos que hay. Fue difícil conseguirlo, pero valió la pena porque tú te mereces lo mejor. Mira las puntas, amor, no tienen nudos, ni bordes redondeados, son perfectas para ti.

No te asustes, no, no. Te vas a sentir bien, sólo tienes que relajarte. Te prometo que no te vas a aburrir. Voy con el primero, respira.

Perdona, creo que no estuvo bien. Tengo que ser más precisa, me dijeron que las trallas deben caer todas juntas. Voy a intentar de nuevo. ¿Me dejas? Bueno, no creo que estés en condiciones de impedir que lo haga tantas veces como quiera.

Mejor esta vez, ¿no? ¿No te excita? Me gusta mirarte. Me gusta cómo tratas de retorcerte.

Y otra vez, y otra. Sí, definitivamente vamos mejorando. Tal vez con una ropa más cómoda podría hacerlo más rápido, más preciso, pero esto tiene su protocolo y hay que respetarlo. ¿Te imaginas yo, golpeándote así, con una de mis franelas aburridas? No, para eso está el cuero, para que no te aburras nunca más.

Aquí vamos otra vez.

¡No! ¿Estás lloriqueando? ¿No eras tú el que odiaba los lloriqueos? Eres imbécil, amor, eres imbécil. No sé supone que debas llorar todavía. Ah, es que se te está rompiendo la piel. ¡Pero qué delicado eres! Se suponía que no ibas a sangrar antes del latigazo número 24. Así que me haces el favor y aguantas. Lo último que quiero es dañar tu costosa nueva lencería.

Ya no te parezco aburrida, ¿no? Anda, amor, dime si te parezco aburrida. Porque si te parezco aburrida puedo seguir. ¿Quieres más, amor?

No, ya te he mimado demasiado y estoy cansada.

Por cierto, no te había dicho que me gusta mucho tu nuevo apartamento. Esa chica, ¿Karina, no?, tiene un gusto exquisito para la decoración. Te agradezco se lo digas de mi parte.

Te dejo la ropa, tal vez tu chica quiera usarla cuando le digas que te aburriste de ella y de su apartamento perfecto y de su lencería de seda. Está un poco sudada, perdona. Tendrás que mandarla a lavar. Es el problema del cuero, me hace sudar demasiado. Y a ti no te gustaba que sudara, ¿recuerdas? Bueno, a estas alturas no creo que te importe.

Adiós, amor... perdona que no tenga el detalle de soltarte pero imagino que a tu nueva adquisición, ¿Karina, no?, le va a encantar verte así.

http://melissa-wolf-ehrenzeller.blogspot.com/

La verdadera fiesta del chivo

José Javier Rojas


-El árbol de levas se le jodió, mi doctor.- El mecánico rechoncho puso cara contrita, pero yo sabía que el muy perro se estaba relamiendo de gusto.

Un hueco en la Lara-Zulia, más bien un precipicio, se atravesó en mi viaje de vuelta a casa.

-Además, mire cómo quedó esto,- me dijo señalando una pieza que ni sabía que mi motor tenía, de la cual manaba grasa, aceite y otros fluidos indeterminados con una consistencia y color semejante al ketchup.

-Déjeme el suiche pegado, que yo me ocupo de él. Hoy no va a poder viajar, será mejor que vaya avisando la novedad.

Novedad. Sí. La novedad sería recorrer estas vías sin novedad. Por supuesto, comparado con lo que me pasó hace dos años en Falcón, este incidente es una bagatela, apenas un pie de página.

Todo empezó con un golpe seco. Un sobresalto. Una mentada de madre. Apenas había apartado la vista del camino, intentando sintonizar algo que no fuera vallenato, reguetón o ranchera, pero las ondas son viles y mezquinas en el occidente del país para los oídos delicados.

Me orillé como pude. Bajé a la calzada de un brinco y volví sobre mis pasos buscando a la víctima, imaginando lo peor. El niño congestionado en llanto, en cuclillas sobre un bulto informe, sanguinolento, no pintaba el asunto nada bien.

-Lo mató. Usted me lo mató.

Mala cosa. No había terminado de enterarme y ya la Fiscalía tenía un testigo acusador.

-¿A quién maté? Ejem, ¿quién dijo que está muerto? Tranquilo, déjame ver, soy médico, - mentí- y estas cosas siempre se ven peor de lo que son, de seguro no es nada.

-Está muerto, mire cómo me lo dejó, estripao.

Dejé de enfocar al niño y le di una buena mirada a otra baja de la mala música. La vida me volvió al cuerpo cuando vi que el occiso tenía cuatro patas y una mancha negra en la cola. Del resto no se entendía mucho, pero si me tocaba adivinar, apostaba más a chivo grande que a ternera pequeña.

-¿Qué pasó aquí?

-El doctor nos mató a Rigoberto.

Ahhhh, ese plural mayestático, corporativo, temible: nuevos dolientes y más agraviados se sumaban a la escena del crimen. Si el niño estaba triste, los adultos estaban militantemente ofendidos, y los que visiblemente estaban bebidos, esos estaban sin duda encabronados con el recién llegado.

-El doctor casi nos mata al niño, Rigoberto se llevó el golpe por él y no lo contó,- dijo una abuela curtida como un cuero.

Las demás mujeres me midieron como si estuvieran calculando el tamaño de mi urna.

-¿Qué vamos a hacer sin Rigoberto?

-¿…? Y ¿Qué tanto hacían con él? Digo, Rigoberto era un chivo, ¿no? ¿Qué tanto se hace con un chivo?, - repliqué bufando.

Aunque los tarantines de artesanías con pieles y dulce de leche de cabra hablaban con elocuencia en mi contra desde la vera del camino, seguí con mi arremetida, huyendo hacia adelante.

-Me van a perdonar, pero estamos hablando apenas de un pobre animal.

No sé si los ofendió más lo de pobre o lo animal, pero lo cierto es que los dos adjetivos me los había ganado yo con justicia, a pulso.

-Usted será muy doctor, muy de la capital y muy faculto, pero usted respeta a nuestra familia y va a ver qué hace, pero las ofensas aquí se pagan con sangre.

Resultaba que yo había subestimado a Rigoberto: éste no era un mero ejemplar de ganado caprino, a saber, el chivo era el eje de la cultura, de la cosmogonía de este pueblo semibarbárico de estos, mis presuntos compatriotas, que estaban a un tris de lincharme. O tal como también decimos en estas tierras agrestes, de llevarme por los cachos. De chivo, en este caso. Como los de Belcebú, según me cuentan.

-Me han entendido mal, de seguro porque no me he explicado bien: Rigoberto era muy valioso, y estoy dispuesto a pagar todo, y quiero decir todo, lo que haya valido para ustedes para resarcir el daño tan terrible que les hice.

Como por mano de santo, las sonrisas florecieron cual rocío de la mañana. De pronto, ya no hubo hostilidad sino calor de familia, abrazos y palmadas cariñosas en la espalda.

-El doctor sí habla bonito, debería meterse a político.

Los milagros no terminaron ahí. De un pajonal saltó balando, cual Sammy Davis Junior en el apogeo del Sands, Rigoberto, el resurrecto.

¡Rigoberto! ¡Rigoberto, eres tú!

La vuelta a la vida del tótem fue celebrada por todos, yo el primero, que no cabía de sincero gozo y casi hablaba en lenguas dando loas al cielo.

Total, la cerveza para todo el pueblo la pagué yo con más gusto que susto. Nos comimos al malogrado chivito y a otros cinco doppelganger de Rigoberto como si tal cosa y yo, no más llegar a casa, me compré un iPod para el carro.

Dibujos de Joaquín Ortega - De la serie "La niña bajo y sus amigos"

(Haz clic en las imagenes para agrandrarlas)















http://www.joaquinortegascripts.blogspot.com

El equipo Supernono de “Los Talabarteros”

Santiago Zerpa


Tras disputarse la ronda clasificatoria del torneo Clausura de la categoría supernonos, Talabartería Beyco se ha consolidado como favorito para ganar la tan codiciada copa regional.

El equipo de “Los Talabarteros” tuvo un demoledor arranque de temporada y tras aprovechar los resultados conseguidos por sus acompañantes de zona, se ubicó en la cima de los favoritos.

Si el equipo lograra armarse con la copa este año, seria el líder absoluto de toda la región en cuanto a títulos obtenidos se refiere.

Pero la cosa no es tan sencilla como parece, pues deberá enfrentarse contra la “Panadería Signoretti” para obtener un pase hacia la esperada final.

Si esto sucediera, se enfrentarían con sus eternos rivales ya finalistas, el equipo de “La Vieja Esquina”; que el año anterior los descalificó por goleada de cinco a cero.

Pero antes de pensar en la gloriosa final, tenemos necesariamente que hacer hincapié en el partido que justamente está comenzando en este momento.

El once titular de “Los Talabarteros” consta de estos magníficos jugadores:

-Su guardameta Ezequiel Moreno “El Guapo”.
-Javier Bruno, Norberto “El pez” Castañera, René Monasterio y Lorenzo “La Pared” López como defensas.
-Como volante de contención Horacio “El Pibe” Rosetto.
-Como laterales de ataque los hermanos Ariel y Fabián Achetta; mejor conocidos como “Los Jets Argentinos”.
-Como medio campista adelantado el veteranísimo Roberto “El Ruso” Barreneche.
-Como delanteros Carlos “Saco de Plomo” Godoy, y el goleador indiscutible de toda la copa, Juan Alfredo Ceballos mejor conocido como “Cebagol”
-Como sustitutos encontramos a Rubén Le Roux, Ismael Etrat, Alberto Reboyras, Sergio Suárez y a Oscar Fierro.

Así pues, el equipo favorito sale a la cancha para enfrentarse a los “Panaderos”, que aunque no son la gran amenaza, saben plantearte un buen partido.

Comienzan los primeros veinticinco minutos (sí, veinticinco, porque los “nonos” se cansan mas rápido, pues), y nuestros muchachotes empiezan a demostrar por qué están en semifinales. Pasan la pelota hábilmente entre ellos y plantean jugadas serias que desafortunadamente no terminan en nada.

“El Guapo” logra parar un tiro libre raso hacia el segundo palo que ha sido prácticamente la única jugada ofensiva seria que han hecho los “Panaderos”.

De pronto, al minuto veintidós, por un descuido de la defensa, “El Ruso” logra robar un balón al borde del área. Amaga al guardameta enemigo y sirve la pelota para que su compañero “Cebagol” marque el primer tanto del partido.

Gooooooooooooooooool!!!!!!!… La euforia que ha ocasionado el gol sigue vigente aún cuando se acaba el primer tiempo.

El segundo período comienza de una forma que muy pocos esperaban, pues a los diez segundos de haber empezado el equipo de la Panadería Signoretti empata el partido.

Los jugadores reclaman una evidente posición adelantada, que es negada rotundamente por el árbitro. Además de eso, amonesta al “Pibe” Rosetto por uso de palabras inadecuadas hacia su presencia.

El partido continúa, sin muchas emociones. Los “Panaderos” se han refugiados atrás y no permiten ningún avance de sus oponentes.

A cinco minutos del final, sucede lo que podría ser un aviso celestial desde el punto de vista de la fanaticada. “Cebagol” tras burlar en el área a la defensa, es empujado y consigue un penalti salvador. Pero, no todo es muy bueno, pues el goleador queda tendido en el área debido a una lesión. Caras largas circundan al jugador mientras se lo llevan en camilla. “El Pibe” arma un revuelto debido a la lesión de su compañero, y comete el gran error de escupir en el rostro al árbitro cuando éste intenta razonar con él. Tarjeta roja y para los vestidores.

El entrenador de “Los Talabarteros” coloca a Oscar Fierro en lugar de su lesionado jugador. Es absolutamente necesario meter el penalti para ganar el partido, pues con un jugador menos la cosa no pinta muy bien.

El recién ingresado acomoda el balón, da unos pasos para atrás y decide el lugar donde colocará el disparo.

El árbitro pita, Fierro dispara una bala, el arquero se lanza hacia el otro lado, toda la fanaticada se levanta y… el balón rebota contra el travesaño.

Un defensa de los panaderos recupera el esférico, lanza un pase largo que recibe su delantero y anota un soberbio gol de palomita al abatido equipo de “Los Talabarteros”.

El partido finaliza y la Panadería Signoretti alcanza su primera final desde hace veinte años.

Gritos de euforia y llantos por parte de las respectivas aficiones adornan el estadio.

El equipo perdedor, medio atónito, medio sorprendido, blasfema el lugar y decide irse a tomar unas cervezas para olvidar las penas, pues mañana debe regresar a la Talabartería a terminar unas sillas de montar.


Una funda con toque “Apache” para mi cuchillo “Randall”

Carlos Zerpa


Difícilmente nos imaginamos a Tarzán, o a Rambo sin su cuchillo. De hecho, pienso que un buen cuchillo, puede llegar a ser el mejor amigo que se pueda tener en la vida… y yo, cabe decir, tenía el mío, el cual me acompañaba a todas partes. Digo tenía, porque ya no lo tengo… Ya no tengo el cuchillo pero sí conservo su funda, una buena vaina hecha a mano por Borjas, el mejor talabartero de San Fernando de Apure.

El señor José Borjas fue quien le hizo la funda a mi cuchillo, se tardó muchísimo, yo diría que se tardó más de lo normal; se tardó seis meses en hacerla, se tardó siglos en realizarla, pero el resultado fue sorprendente. Largos flecos de cuero la adornaban, grecas bordadas en mostacillas blancas, azules y rojas le conferían un toque “Apache”, y contaba además con un repujado en bajo y alto relieve con la figura de un hombre desnudo con el pene erecto que perseguía a una gallina, la cual huía desesperada… Una belleza de funda, realizada en suela y cueros curtidos de res y de cabrito, con mechones a los lados de crin de caballo.

El día en que el señor Borjas me trajo la funda para mi cuchillo, quedé boquiabierto y, de no ser tan hombre como soy, pues casi dejaba que una lágrima se escapara de mi ojo derecho… Pero al darme cuenta, rápidamente dije cantando: “No estoy triste, no es el llanto, es el humo del cigarrillo que me hace llorar…” Aunque nadie en ese momento estaba fumando. Bueno y qué coño, casi lloro, pero no vertía mis lágrimas por la funda, si no por el cuchillo de acero que ya no tenía.

Mi cuchillo era de acero inoxidable, afilado y pulido cual espejo, con su empuñadura de blanco nácar envuelta en tiras de cuero negro y con una inscripción en su hoja que decía, “¿Yo Sí y Qué?”… Medía su afiladísima hoja 35 cms. Era casi un machete. Digo afiladísima hoja, pues yo mismo, con una piedra de río, lo había afilado noche tras noche, hasta hacerlo parecer una navaja de barbero y poderlo así mover en el espacio como una saeta… pudiendo cortar con él un pelo púbico en el aire. Lo tenía tan extremadamente afilado para que pudiera cortar ropa gruesa, haciendo los golpes más efectivos. Un cuchillo de doble filo para poder utilizar movimientos inversos o de vuelta y hacer los giros de 180 grados más eficientemente, cual guerrero Ninja… Bueno ese era mi mojón mental, eso era lo que yo mismo me decía cada noche al limpiarlo, pulirlo y sacarle filo, para luego guardarlo cuidadosamente envuelto, como arropado en una cobijita de gamuza gris o en una piel de conejo silvestre, porque en verdad NO tenía funda para mi cuchillo.

Un primero de enero, para comenzar el año con buen pie, le mandé a hacer su funda con el mejor talabartero de Apure. Fue una buena decisión que me costó unos buenos reales, pero el cuchillo se lo merecía, pues era mi compañero de todos los días.

Hay unos datos que considero importantes que yo les suministre, para que entiendan el meollo de esta historia:

1. En enero le mandé a hacer la funda al cuchillo.

2. El cuchillo es lo que técnicamente los entendidos llaman un “Randall”.

3. En febrero, una noche de Carnaval, justo a media noche y para hacer el relato mas tenebroso…una noche de luna llena, caminaba yo con unos palos de más por el boulevard de Sabana Grande en Caracas, cuando de pronto de la calle “Pascual Navarro” me salieron de golpe, un par de carajas disfrazadas de vampiras y que a clavarme las uñas, y que a chuparme la sangre, gritando esas coñas vestidas de negro y maquilladas cual Drácula algo como: Uuuuuuuuu, Uuuuuuuuuu, haciendo que mi corazón latiera de culillo a tres mil por hora.

4. Fue cuando mi “Randall” impregnado en miedo y adrenalina, salió a relucir rápidamente como una centella, haciendo un giro inverso, cortándole el cuello a la primera y alojándose profundamente en el pecho de la segunda, cortando en dos su corazón.

5. Vi desplomarse los cuerpos a mis pies, me quedé entonces unos segundos inmóvil presenciando los “estertores agónicos”, y me acerqué luego a uno de los cadáveres a retirar mi arma blanca, pero no pude despegar el cuchillo atorado en ese pecho, quizás porque se clavó también en la columna vertebral.

6. Así que con el mayor dolor de mi vida tuve que dejarlo clavado en esa mujer que yacía junto a la otra sobre charcos de su propia sangre.

7. No hubo despedidas, sabía que era un adiós, no volteé la cara al marchar, tan solo caminé retirándome del lugar, sabiendo que mi cuchillo había desaparecido en acción como los bravos guerreros suelen hacer y que nunca más lo volvería a ver.

8. En julio del mismo año el señor Borjas me trajo la funda para mi cuchillo, pero no le pude decir nada, no pude contarle que ya no lo tenía…

9. Como ya les dije: “un buen cuchillo, puede llegar a ser el mejor amigo que se pueda tener en la vida…” Ahora he puesto la funda bajo de mi almohada y de tan sólo verla, siento tristeza al recordar a mi compañero, TRISTEZA DE HOMBRE… CARAJO, pero tristeza al fin.


http://carloszerpa.blogspot.com