Una tarde de su feliz infancia, Jean Piaget se dio cuenta de que cuando fuera mayor se dedicaría al estudio de los primeros años de su vida, edad idílica donde todo es más grande que nosotros y en la que cualquier viaje depara aventuras sin igual: enfrentamientos con dragones que custodian enigmáticos tesoros y achicharran caballeros con su aliento sulfuroso, amores con hadas tornasol y sabrosas conversaciones con duendes de mil años, hormigas que pelean con soldados de madera y escarabajos; rincones ocultos. Era tal su amor por los niños que, siendo un niño él, prefería observar el comportamiento de sus hermanitos y sus compañeros en el colegio que divertirse él mismo jugando con los carritos de plástico, balanceándose en el columpio de colores o dejándose deslizar por los sinuosos caminos del tobogán. Prestaba sus juguetes, dejaba que los otros niños llegaran primero a los brazos de la maestra —la hermosa maestra— y evitaba caer rendido en la siesta obligatoria, acompañando a sus mayores en la tarea de velar por el sueño de los inocentes. Todo su comportamiento tenía una sola finalidad: se convertiría en un gran pedagogo, el mejor que en el mundo hubiera podido existir. Y por eso, cuando le preguntaban en las reuniones familiares o cuando alguna amiga mofletuda de su madre insistía neciamente con la misma pregunta, «¿qué quieres ser cuando seas grande?», él, en vez de contestar con un arisco «yo ya soy grande y me estoy preparando para ser el mejor pedagogo de la historia», sonreía tímidamente (tal como se esperaba) y respondía por lo bajito un «quiero ser bombero», como correspondía y para tierno alborozo de los mayores, siempre más sabios que los enanos del kínder.
El mayor éxito de su carrera como pedagogo no le sobrevino después, cuando en la universidad sus profesores lo acosaban con preguntas (fáciles para él) sobre los niveles de afecto apropiados para que el aprendizaje sea duradero y provechoso, ni cuando se enfrentó con reconocimiento internacional a su primera clase de cuarenta niños belgas refugiados en Neuchâtel, víctimas de las atrocidades de los comerciantes de caucho del Congo, algunos con serias secuelas por violaciones, cortes y castigos corporales realizados con pericia y con saña. No; el psicólogo en que se había convertido Jean Piaget nunca dudó a la hora de dar un consejo, de ofrecer una mano amiga, cuando observaba cuidadosamente el comportamiento a veces errático de un niño confundido, o a para poner por escrito sus ideas, porque el pedagogo Jean Piaget tuvo la suerte de enfrentar a su dragón más peligroso apenas hubo descubierto que su vocación estaba definida con nitidez dentro de su cabeza desde los primeros años de su vida.
Una mañana de primavera, cuando el sol ya estaba calentando como los buenos (el verano se acercaba con más rapidez cada año), salieron todos los niños al recreo como un cardumen de peces prisioneros que se dejaran de repente en libertad; el pequeño Jean, oculto en una calculada timidez, salió de último, registrando para su memoria los gritos, las carreras y cada movimiento de sus condiscípulos, con el ánimo de encontrar regularidades que le enseñaran algo de su futuro trabajo. También escrutó a la hermosa maestra, aunque esta pensara que él, como cualquier niño normal, estaría locamente enamorado de su figura, de cuantas señales maternas veían sus ojos en ella, que aún no llegaba a los veinticinco y conservaba la firme textura de quien todavía no conoce la experiencia de ser madre —o la vejez—. Esa mañana, precisamente, otro niño, pelirrojo y de marcado acento alemán corrió hacia ella y se le echó encima, casi tumbándola, con la intención de sumergirse en uno de sus pechos; tal vez tuviera hambre y viera en ese bulto un apetitoso alimento, tal vez alguna hormona tempranera le lamiera en el bajo vientre el penecito inofensivo pero listo para penetrar a la primera vulva que se dejara; el asunto es que casi la desnuda delante de todos y para risa de las demás maestras que contemplaban el solaz de la escuela. Con ternura pero con firmeza, la hermosa maestra de Jean Piaget apartó al pequeño sátiro hambriento y le recriminó con incalculables mimos su comportamiento agresivo e inconsciente. «A las chicas se las trata con delicadeza, y no las tocas ni con el pétalo de una flor, jovencito». El pelirrojo, humillado o frustrado, la miró con inusitada rabia y le lanzó una patada inofensiva antes de echarse a llorar ruidosamente, para entretenimiento de las maestras, pues los niños estaban ocupados con sus juegos y chanzas. Sólo Jean Piaget, el futuro gran pedagogo, observaba atentamente lo que ocurría y mentalmente iba sacando conclusiones del comportamiento de su compañero, que hasta ese momento había sido un niño tranquilo y más bien meditabundo, manso como una vaca, pero que ahora daba unos alaridos que podrían hacer suponer que las crueles maestras lo estaban torturando sin piedad.
Entonces Jean Piaget tuvo la primera idea educativa de su vida.
«¿Qué pasaría si...?», se dijo mientras se acercaba al crío plañidero y sacando el cinturón con que se sostenía los pantalones le propinó dos buenos correazos que sonaron secos y contundentes; tanto, que todos en el patio quedaron en aterrorizado silencio mientras que en las piernas del estupefacto pelirrojo se dibujaban dos cardenales con la forma de la correa de Jean Piaget, incluidos la hebilla y los huequitos hechos a mano por su madre. En su mano se balanceaba el cinturón y todos, niños y maestras, lo miraron con el miedo ancestral de quien recuerda suplicios pasados. «Nadie se salva de un correazo en la infancia», sentenció Jean Piaget mientras la hermosa maestra, enfadada o confundida, se lo llevaba al salón cogido por la oreja. Una impagable lección de pedagogía que bien valía cualquier castigo.
El mayor éxito de su carrera como pedagogo no le sobrevino después, cuando en la universidad sus profesores lo acosaban con preguntas (fáciles para él) sobre los niveles de afecto apropiados para que el aprendizaje sea duradero y provechoso, ni cuando se enfrentó con reconocimiento internacional a su primera clase de cuarenta niños belgas refugiados en Neuchâtel, víctimas de las atrocidades de los comerciantes de caucho del Congo, algunos con serias secuelas por violaciones, cortes y castigos corporales realizados con pericia y con saña. No; el psicólogo en que se había convertido Jean Piaget nunca dudó a la hora de dar un consejo, de ofrecer una mano amiga, cuando observaba cuidadosamente el comportamiento a veces errático de un niño confundido, o a para poner por escrito sus ideas, porque el pedagogo Jean Piaget tuvo la suerte de enfrentar a su dragón más peligroso apenas hubo descubierto que su vocación estaba definida con nitidez dentro de su cabeza desde los primeros años de su vida.
Una mañana de primavera, cuando el sol ya estaba calentando como los buenos (el verano se acercaba con más rapidez cada año), salieron todos los niños al recreo como un cardumen de peces prisioneros que se dejaran de repente en libertad; el pequeño Jean, oculto en una calculada timidez, salió de último, registrando para su memoria los gritos, las carreras y cada movimiento de sus condiscípulos, con el ánimo de encontrar regularidades que le enseñaran algo de su futuro trabajo. También escrutó a la hermosa maestra, aunque esta pensara que él, como cualquier niño normal, estaría locamente enamorado de su figura, de cuantas señales maternas veían sus ojos en ella, que aún no llegaba a los veinticinco y conservaba la firme textura de quien todavía no conoce la experiencia de ser madre —o la vejez—. Esa mañana, precisamente, otro niño, pelirrojo y de marcado acento alemán corrió hacia ella y se le echó encima, casi tumbándola, con la intención de sumergirse en uno de sus pechos; tal vez tuviera hambre y viera en ese bulto un apetitoso alimento, tal vez alguna hormona tempranera le lamiera en el bajo vientre el penecito inofensivo pero listo para penetrar a la primera vulva que se dejara; el asunto es que casi la desnuda delante de todos y para risa de las demás maestras que contemplaban el solaz de la escuela. Con ternura pero con firmeza, la hermosa maestra de Jean Piaget apartó al pequeño sátiro hambriento y le recriminó con incalculables mimos su comportamiento agresivo e inconsciente. «A las chicas se las trata con delicadeza, y no las tocas ni con el pétalo de una flor, jovencito». El pelirrojo, humillado o frustrado, la miró con inusitada rabia y le lanzó una patada inofensiva antes de echarse a llorar ruidosamente, para entretenimiento de las maestras, pues los niños estaban ocupados con sus juegos y chanzas. Sólo Jean Piaget, el futuro gran pedagogo, observaba atentamente lo que ocurría y mentalmente iba sacando conclusiones del comportamiento de su compañero, que hasta ese momento había sido un niño tranquilo y más bien meditabundo, manso como una vaca, pero que ahora daba unos alaridos que podrían hacer suponer que las crueles maestras lo estaban torturando sin piedad.
Entonces Jean Piaget tuvo la primera idea educativa de su vida.
«¿Qué pasaría si...?», se dijo mientras se acercaba al crío plañidero y sacando el cinturón con que se sostenía los pantalones le propinó dos buenos correazos que sonaron secos y contundentes; tanto, que todos en el patio quedaron en aterrorizado silencio mientras que en las piernas del estupefacto pelirrojo se dibujaban dos cardenales con la forma de la correa de Jean Piaget, incluidos la hebilla y los huequitos hechos a mano por su madre. En su mano se balanceaba el cinturón y todos, niños y maestras, lo miraron con el miedo ancestral de quien recuerda suplicios pasados. «Nadie se salva de un correazo en la infancia», sentenció Jean Piaget mientras la hermosa maestra, enfadada o confundida, se lo llevaba al salón cogido por la oreja. Una impagable lección de pedagogía que bien valía cualquier castigo.
4 comentarios:
Juan Carlos:
He disfrutado un montón la lectura de este texto. Desde que lo leí la primera vez le he estado dando vueltas a la imagen de Piaget con la correa en la mano. Y la ironía de esa visión siempre va acompañada de una sonrisa. Imagino que en el viejo Jean Piaget le ocurrirá algo parecido.
Juan carlos, me gustó mucho tu Piaget precoz (y divinamente celoso), dándole lecciones a la mismísima pedagogía cuando se trata de afrentas a damas y maestras hermosas.
Esto está como larguito.
Jean Piaget dándole sus cuerazos a un pequeño sátiro es una imagen que no tiene precio.
Estoy seguro de que ese pequeño sátiro está inspirado en el propio Juan Carlos.
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