miércoles, 9 de mayo de 2007

La verdadera fiesta del chivo

José Javier Rojas


-El árbol de levas se le jodió, mi doctor.- El mecánico rechoncho puso cara contrita, pero yo sabía que el muy perro se estaba relamiendo de gusto.

Un hueco en la Lara-Zulia, más bien un precipicio, se atravesó en mi viaje de vuelta a casa.

-Además, mire cómo quedó esto,- me dijo señalando una pieza que ni sabía que mi motor tenía, de la cual manaba grasa, aceite y otros fluidos indeterminados con una consistencia y color semejante al ketchup.

-Déjeme el suiche pegado, que yo me ocupo de él. Hoy no va a poder viajar, será mejor que vaya avisando la novedad.

Novedad. Sí. La novedad sería recorrer estas vías sin novedad. Por supuesto, comparado con lo que me pasó hace dos años en Falcón, este incidente es una bagatela, apenas un pie de página.

Todo empezó con un golpe seco. Un sobresalto. Una mentada de madre. Apenas había apartado la vista del camino, intentando sintonizar algo que no fuera vallenato, reguetón o ranchera, pero las ondas son viles y mezquinas en el occidente del país para los oídos delicados.

Me orillé como pude. Bajé a la calzada de un brinco y volví sobre mis pasos buscando a la víctima, imaginando lo peor. El niño congestionado en llanto, en cuclillas sobre un bulto informe, sanguinolento, no pintaba el asunto nada bien.

-Lo mató. Usted me lo mató.

Mala cosa. No había terminado de enterarme y ya la Fiscalía tenía un testigo acusador.

-¿A quién maté? Ejem, ¿quién dijo que está muerto? Tranquilo, déjame ver, soy médico, - mentí- y estas cosas siempre se ven peor de lo que son, de seguro no es nada.

-Está muerto, mire cómo me lo dejó, estripao.

Dejé de enfocar al niño y le di una buena mirada a otra baja de la mala música. La vida me volvió al cuerpo cuando vi que el occiso tenía cuatro patas y una mancha negra en la cola. Del resto no se entendía mucho, pero si me tocaba adivinar, apostaba más a chivo grande que a ternera pequeña.

-¿Qué pasó aquí?

-El doctor nos mató a Rigoberto.

Ahhhh, ese plural mayestático, corporativo, temible: nuevos dolientes y más agraviados se sumaban a la escena del crimen. Si el niño estaba triste, los adultos estaban militantemente ofendidos, y los que visiblemente estaban bebidos, esos estaban sin duda encabronados con el recién llegado.

-El doctor casi nos mata al niño, Rigoberto se llevó el golpe por él y no lo contó,- dijo una abuela curtida como un cuero.

Las demás mujeres me midieron como si estuvieran calculando el tamaño de mi urna.

-¿Qué vamos a hacer sin Rigoberto?

-¿…? Y ¿Qué tanto hacían con él? Digo, Rigoberto era un chivo, ¿no? ¿Qué tanto se hace con un chivo?, - repliqué bufando.

Aunque los tarantines de artesanías con pieles y dulce de leche de cabra hablaban con elocuencia en mi contra desde la vera del camino, seguí con mi arremetida, huyendo hacia adelante.

-Me van a perdonar, pero estamos hablando apenas de un pobre animal.

No sé si los ofendió más lo de pobre o lo animal, pero lo cierto es que los dos adjetivos me los había ganado yo con justicia, a pulso.

-Usted será muy doctor, muy de la capital y muy faculto, pero usted respeta a nuestra familia y va a ver qué hace, pero las ofensas aquí se pagan con sangre.

Resultaba que yo había subestimado a Rigoberto: éste no era un mero ejemplar de ganado caprino, a saber, el chivo era el eje de la cultura, de la cosmogonía de este pueblo semibarbárico de estos, mis presuntos compatriotas, que estaban a un tris de lincharme. O tal como también decimos en estas tierras agrestes, de llevarme por los cachos. De chivo, en este caso. Como los de Belcebú, según me cuentan.

-Me han entendido mal, de seguro porque no me he explicado bien: Rigoberto era muy valioso, y estoy dispuesto a pagar todo, y quiero decir todo, lo que haya valido para ustedes para resarcir el daño tan terrible que les hice.

Como por mano de santo, las sonrisas florecieron cual rocío de la mañana. De pronto, ya no hubo hostilidad sino calor de familia, abrazos y palmadas cariñosas en la espalda.

-El doctor sí habla bonito, debería meterse a político.

Los milagros no terminaron ahí. De un pajonal saltó balando, cual Sammy Davis Junior en el apogeo del Sands, Rigoberto, el resurrecto.

¡Rigoberto! ¡Rigoberto, eres tú!

La vuelta a la vida del tótem fue celebrada por todos, yo el primero, que no cabía de sincero gozo y casi hablaba en lenguas dando loas al cielo.

Total, la cerveza para todo el pueblo la pagué yo con más gusto que susto. Nos comimos al malogrado chivito y a otros cinco doppelganger de Rigoberto como si tal cosa y yo, no más llegar a casa, me compré un iPod para el carro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Alrededor de media hora. Minutos más, minutos menos. Eso es todo. Un poco de euforia, mucho ruido. Eso, ruido. Bochinche. Sonidos altisonantes, desarticulados, disonantes, distorsionados. Ininteligibles. Inútiles. Sin consecuencias. Catarsis de los desesperados. Expresión de los primitivos. Demasiado básica. Emotiva, sí, claro. Mucho. Pero apenas nada más que eso. Una ordenanza aquí. Una ley allá. Realmente no hacen ni falta. No vale la pena el mal rato. Un poco de tiempo, no más. El ruido se va acallando, la euforia se va agotando. Las aguas vuelven mansas a su cauce. Comentarios en la cola. En el metro. En el ascensor. En la mesa. En la cama. Más tiempo. El ruido deja paso a la burla entre dientes. La burla deja paso al humor. Con el humor llega la inteligencia, y con la inteligencia, la memoria. La memoria da paso a la historia, y a veces, la historia a la historiografía. La gente sabe. El saber de la gente no es de libros, pero igual sabe suficiente. Puede que no entienda mucho, pero intuye, el resto lo imagina. Sabe que algo anda mal. Que no termina de funcionar. La cosa no termina de cuajar. Si todo se arreglara con dinero, ya estaría arreglado todo hace rato. Si bastara con dedicación, pues de eso también hemos tenido mucho, al menos, de algunos incondicionales que saben que desmayar es un lujo que no nos podemos dar. Incondicionales porque no les importan las condiciones, que por definición, siempre serán inhóspitas, o en el mejor de los casos, no ideales. Los de siempre, los pocos, los que nunca han servido para otra cosa que para hacerse notar, harán creer que son indispensables. La ilusión durará poco. Otros pocos, que casi nadie conoce, seguirán haciendo todo el trabajo. Como siempre. Pero tampoco serán suficientes. Porque es mucho trabajo, y es menester acometerlo. Nos ha costado mucho reconocerlo, porque somos soberbios, arteros y mezquinos, algunos jamás lo reconocerán, porque algunos lo somos más que otros: hemos perdido mucho tiempo y gente valiosa en frivolidades, en pequeñas venganzas, en trincheras de baba. Impunidad. Ignorancia. Incompetencia. Indiferencia. Intransigencia. Los puntos sobre las cinco íes. Esos son los problemas. Esos son los debates importantes. Esos debates no se han dado. Nadie los ha traído a colación. Nadie. Nadie de los dos lados. Nadie de los tres lados. Nadie de los cuatro lados. Hay muchos lados, hay enésimos lados, y cada vez hay más. Algunos no quieren lados, prefieren frentes. No entienden la diversidad, aborrecen la complejidad, son ciegos para los matices. Los sordos no debaten. Los mudos tampoco. No se puede debatir con ruido. Las consignas también son ruido. No se puede debatir con ruido, repito. Los lugares comunes también son ruido. Las consignas son lugares comunes que se disfrazan de ideas. Las ideas, las verdaderas, necesitan silencio, para ser escuchadas. Silencio y calma para entenderlas y asimilarlas. Para pensarlas. Cuando hay ruido, no hay ideas. Cuando hay ruido, no hay calma. Cuando hay ruido hay crispación. Hemos tenido suficiente ruido. Hemos tenido demasiado ruido. Es hora de empezar a oír. Los que creen que ya lo saben todo, ya nada pueden aprender. Los infalibles son los que más se han equivocado porque están tan seguros de tener a la razón de su lado que no se detienen a pensar, menos a oír razones. Hay muchas voces, y todas quieren hablar. Todas necesitan hablar. Todas tienen sus razones. ¿Habrá llegado el momento de escucharlas a todas? ¿Una sola voz puede hablar por tantas voces distintas? Somos muchos lados, somos muchas voces, somos una sociedad ¿No aprendemos nada, verdad? Sigo esperando a mi vocero, mientras llega, hablo solo y mascullo, no vaya a ser que se den cuenta de que no pienso como ellos, que ninguno me convence, que ninguno me representa, porque ninguno me ha preguntado nunca qué pienso yo y a ninguno le he dado esa atribución de hablar en mi nombre… Todos hablan por mí, todos pelean por mí, todos se matan por mí, todos quieren que me maten a mí por defender las ideas de ellos, que ellos dicen que son las mías, porque todos saben mejor que yo mismo cuáles son mis problemas y cuáles mis soluciones, todos me dicen qué debo pensar y qué debo hacer: cacerolazo para allá, marcha por aquí, cohetazo por acullá, toque de diana más allá… ruido, puro ruido. Bochinche, esta gente solo sirve para hacer bochinche. Todos son pura bulla. Estoy harto de la bulla. Estoy harto de todos los que hacen pura bulla.
Quiero pensar y escuchar qué piensan los que piensan, a ver si nos logramos entender con calma y vamos dejando de lado a los energúmenos que solo hacen ruido y creen que solo servimos para hacer ruido, para marchar, para desfilar, para aplaudir, para hacer la ola, para servir de extras en la novela en que ellos son los galanes y nosotros puro relleno, las risas de fondo de los chistecitos… vayan todos bien largo, ya de ustedes hemos tenido demasiado por demasiado tiempo, dejen ser y hacer a la gente, tengan pudor y noción del ridículo, todos, todos los que se quieren perpetuar para siempre, son unos pesados y unos necios, porque nadie dura para siempre, entonces, ¿cuál es la bulla?…