miércoles, 9 de mayo de 2007

Al infinito y más acá

Enrique Enriquez


A Juan Carlos Palenzuela


Todas la tardes el señor Kowachovsky colocaba su telescopio en el centro el parque infantil vecino a su edificio. Allí, rodeado de niños berreando felices, miraba. La señora Kowachovsky lo acompañaba siempre y se sentaba orgullosa en un banco del parque, comentándole a las madres que el hobby de su marido era la astronomía.

-Hoy hay una lluvia de estrellas -decía.

Colocar el telescopio en posición no parecía cosa fácil, a juzgar por el tiempo que tomaba al señor Kowachovsky ubicar con exactitud desde qué punto se vería mejor tal o cuál estrella. Una vez fijado el trípode en alguna postura que parecía convincente, Mister Kowachovsky deshacía todo el tinglado tras mirar por el ojo del aparato haciendo un leve gesto negativo y volvía a empezar. Las diminutas tuercas en forma de mariposa que fijaban la altura de cada pata revoloteaban literalmente, yendo y viniendo entre los dedos del viejo, quien a diario hacía pensar a los vecinos que el lugar exacto para mirar la vía láctea no aparecería nunca.

Una vez complacido con el ángulo correcto, Kowachovsky se borraba. No era más el tenue anciano de pantuflas grises y mirada de lana. Eyectaba. Se perdía para siempre en el cielo incalculable, contando bombillos eternos.

No era muy frecuente, pero a veces, algún ocioso dejaba la vigilancia estricta sobre su niño y se aventuraba a pedir, rogar incluso, se le permitiese echar un ojo al firmamento. La respuesta era tan inmutable como las propias estrellas:

-Oh no, lo siento. Ahora estoy en un momento crucial. Un instante que tal vez no se repita en tres mil años -decía el viejecillo, abrazando fuerte con las pestañas la mirilla de aquel ojo amplificado y comprado en oferta.

Fue en uno de esos momentos, cuando un padre aburrido se acercó al viejo a pedirle un chance así fuera para que le dijeran que no, que su hijo le aterrizó un avioncito en el ojo al niñito del 3C, éste le devolvió el gesto y se armó la de San Quintín. La sangre de los niños asusta más de lo que duele y el parque entero, señor Kowachovsky incluido, se volcó a sofocar la emergencia dejando telescopio, columpios y demás juguetes olvidados por un segundo.

Pero alguien no se olvidó del telescopio: un niño. Un niño sólo, olvidado a su vez por alguna de esas madres que juegan a ser el alma de la fiesta, la alegría del hogar de otros. Ese tipo de mujer que tiene siempre un consejo listo para regalar, con tal que te lo lleves lejos, donde ella no tenga que usarlo.

El pequeño imberbe se limpió unos mocos con la manga de la franela antes de asomarse por el ojo del telescopio. Debe haber pensado que era potentísimo aquel cachivache, cuando vio lo que vio con tal claridad.

-¡Una marciana! -gritó, y la quijada no le volvió a su sitio por el resto de la tarde.

Aquel chiquitín quiso robarle a Kowachovsky un parpadeo en la bóveda celeste, pero en lugar de estrellitas se encontró con la vecina del 14D, una celestial rusa de piernas astronómicas, sorprendida aplacando al oso Kodiak que lleva por dentro con bastante espuma y una afeitadora, totalmente desnuda, despatarrada sobre un chaise lounge que ponía como en bandeja de plata su rosado infinito.

www.enriqueenriquez.net

1 comentario:

Lena yau dijo...

JAJAJAJA!

Genial, Enrique!