Uno
Lo malo de las adicciones no es el vicio, que al fin al cabo cada quien hace un coctel y lo campanea como quiera; lo malo de las adicciones es que como adicciones al fin y al cabo te asaltan y hacen leña cuando menos te lo esperas.
Lo peor de las adicciones es no saber que uno es adicto.
Tras un noviazgo telúrico y tan pasional in profundis como las cartas de Miller a la Nin, unas cuantas escapadas, marchas y contradanzas, finalmente me casé con el flaco.
Cuando el recién estrenado cónyuge me sorprendió gratísimamente con el itinerario de una prometedora y seductorísima luna de miel, me tocó, como esposa obediente, echar mano a mis bitácoras para no repetir algunos errorcitos de antaño.
Con el flaco no hacen falta maletas. A él le arrecha sobre manera que uno quiera andar turisteando con un trapero encima, o con bolsitos que combinen con cada pantaletica. Por eso, un bolso de mano alcanzó para meter a Los Roques, con todo y langosta; un llavero y una franelita de Frida le dieron cabida a 546 CD que vendrían a engrosar la colección del melómano compañero de viaje, los imanes que atesoro tras visitar cada museo, casa ilustre o tiendita de souvenirs transmutan en singulares marcalibros para que no jodan el espacio delimitado.
A la labor ecológica de hacerse con tres mudas para quince días hay que agregar otro tanto, como prepararse a recorrer toda la ciudad que toque sólo para buscar un Cd imprescindible; comer, eso sí, convertirse en sibarita, catar hasta el tuétano, curiosear y perderse, permitirse, conocer y enamorarse una y mil veces.
Por todo lo anterior, los bolsos y mi remedo patrimonial a lo Ismelda Marcos se quedan en casa. Las mariqueras, los moñitos, los anillos y toda la parafernalia que comúnmente me adorna, reposa hasta mi regreso. De eso se trata el matrimonio; verse reflejado en las parejitas que abundan en los duty free, con franelas idénticas, con gorras con nombre de ciudad recién visitada y sandalias con medias negras de camionero. Esposos arrechos cargando cerros de bolsas con recuerdos que incluyen huesos de goma para el perro o espositas como yo, que a pesar de los mimos y los halagos sensoriales, no están hechas para tanta caminadera.
Dos
No está fácil.
Después de aguantar tres vueltas al samsara para hacer el check in, chorrear maquillaje durante las cinco horas que hay que aguantarse para arrancar de Maiquetía, soportar los gritos de las aeromozas y el sobrecargo (que ni siquiera estaba bueno) durante horas y horas de vuelo, engullir la peor comida que he me ha tocado en mis apenas treintaytantitos, nooo, como si no bastara todo aquello, los grancarajos hicieron añicos mi maleta.
Sí.
Llegar al aeropuerto de Fiumicino y no tener a quién ¡¡#$ &!! reclamarle el estado de mi equipaje sólo fungió de abreboca para el atropellado trasbordo y muoversi in cittá con una maleta coja.
Llegar al hotel fue el primer gesto amable. Como toda mujer que se precie de drama queen, reviso de inmediato a mi estropeada compañera de viaje. El destrozo de la maleta es indescriptible. La ropa adquirió color de persona en situación de calle, se rompieron los cosméticos y el perfume. Coño, cualquier cosa menos el perfume. La-men-ta-da retumba en el Coliseo.
Sí, sin duda. Espero que la gente mala, los enemigos semiocultos, los burócratas de oficina y un montón de bichitos se vean obligados a viajar en Alitalia. Que les toque como compañero un turista-becario del Cenal que le tenga miedo a los aviones y que necesite hablar de su vastísima experiencia para distraerse. Amén.
Tres
Desmaletada. Ahí comenzó el drama. Mi reacción natural, ingenua, fue comenzar a ver vitrinas. Aunque el flaco me consoló prometiéndome una maletita bonita, buena, barata y madrileña, quedarme colgada frente a los aparadores se convertía, sin saberlo, en mi más funesta experiencia.
El flaco me jode con la surrealista cantidad de marcas y la variedad de bolsos y maletines que exhiben sin pudor ni precios los anaqueles. Siempre he sido rara, peculiarísima y contradictoria con lo de la ropa y los accesorios. Adoro algunas tendencias, eso no puedo negarlo. Afirmar que la moda me es indiferente resultaría tan sospechoso como que una mujer diga, sin tapujos, que nunca ha leído Hola o Cosmopolitan. Sin embargo, las marcas nunca me llamaron la atención, creo que en mi época punketa problematizada políticamente correcta si acaso usé las Martens de rigor para repartir afiches contra las corridas de toros cuando era voluntaria de Aproa. Bueno… todavía no había leído a Potter (Andrew) ni a Heath… ¿Sirve como excusa?
Cuatro
Es terrible tener que contar con una guía turística para darse por enterado y acometer decentemente el lugar que se visitará. Algunos de estos libritos son tan laxos que te lo puedes llevar a cualquier lugar del mundo y te funcionan para conseguir una estación de metro, o son tan profundos y herméticos que renuncias al viaje de antemano. En mi caso, estoy triplemente jodida: no sé qué impresión le causé en algún momento del cortejo al flaco, pero cada vez que salimos de viaje me somete a unos interrogatorios tan exhaustivos que agotada y exprimida he deseado en más de una ocasión que aparezca una escalera para meterle un empujón.
Roma huele a mierda. Hay un montón de ruinas, pupú de perro, tufos y gritos cada dos cuadras. La indiferencia de los tipos con su patrimonio es inenarrable, indescriptible, incapturable. Cuando pisamos el foro romano, pensaba que al menos con un láser como el que te hace muecas en Cancún el escenario hubiese resultado reconfortante.
Igual, hay que conocerla, patearse el Vaticano, la fontana, las piazzas y comer pizza, mirar a los gitanos, admirar las obras de arte y descubrir, para la mayor de las desgracias, que lo primero que te viene a la mente es el tono seseante de María de todos los Ángeles malpronunciando a los grandes del renacimiento y el barroco.
Y Quincunce
Uno de los nano días de estancia, y después de recorrer y caminar el centro de la pequeña y apretujada ciudad, echamos mano a la guía en búsqueda de un lugar para comer. A estas alturas, el daño ya era inevitable.
En Piazza Navona se anuncia el mejor tartufo del mundo. Lo peor de la vaina es que es verdad. No existen palabras, imágenes, ni siquiera evocaciones cercanas o sugerentes que den cuenta de aquella pequeña bomba de placer. Tan dura fue aquella experiencia, que el flaco y yo decidimos no mencionar más nunca esa palabra.
Después de una botella de vino rosso della casa, el bendito Tartufo y unos cuantos besos y amapuches, le comento con voz casi infantil al flaco que me voy a dar una vueltita por la plaza para tomar unas fotos a la fuente de Bernini.
Unos pocos pasos y allí todo, lo juro, todo. Al alcance de mi mano, a la vista de cualquiera. Comienzo de inmediato a sudar, me sacude una repentina taquicardia, busco la mirada vigilante del flaco. No, no me mira. Me acerco sigilosamente. El encargado de la merca, flaco, moreno, venido de otras latitudes, 20 años, más o menos. Mirada tan nerviosa como la mía que posee la precisión de quien conoce el perímetro: mira todo y a todos.
—¿Cuaáaaannntocuesta? —titubeo, gagueo, tartamudeo, ciceronceo, no puedo respirar.
—Cuarentachinco ero. —Impávido, solemne. Ya se había percatado de mi absoluto estreno en el asunto de las negociaciones clandestinas.
—¡¿Qué?! —mascullo algunas palabras en latín, los nervios echaron por la borda las lecciones presurosas de Carina. No tengo referencia, pero creo, intuyo que es demasiado-. Por favor —insisto—. Sólo quiero una pequeña, para mí.
Coño no sé regatear, soy malísima para pedir descuentos, menos en una situación como ésta. A pesar de la escenita, surge el conservador que vive en mí, me niego al juego de la transacción, pero ya no hay marcha atrás. Como si no bastara, el muñequito de la torta de tener que negociar escondida se me hacía invivible.
—40.
Lanzo mirada de malandra resteada latinoamericana. De nada sirve. El carajito me suelta una arenga de que soy española y que sé cuánto cuesta cada una. Que no lo joda, pues.
—70 y te doy dos.
Me jodió, pienso. Veo el contenido que descansa en sus manos. Me acerca una, irregular, pequeña, seductora. La otra, mejor formada, lisa, sin errores. Nooooo la tentación es insoportable.
Me cuesta tragar. Respiro y respondo:
—No, es demasiado dinero. Sólo quiero una.
Hay un silencio infinito. Si el flaco me descubre en este cuento es que no quiero ni pensarlo…
Como si de un juego del día de los inocentes se tratara, aparece un policía justo cuando le entrego el dinero y canta el Coro. El chamo, eros en mano, recoge sus aparejos y arranca a correr. Mi profunda crianza de venezolanidad cero timidez aflora y me pego en la carrera detrás del tipo.
Sí. Desde que nos robaron la cámara en Madrid por andar caminando como si bailáramos una canción de Montaner, entendí que Europa se patea a punta de las All star más ruñías que atesore el clóset a la espera de un momento como éste. El moreno, atónito, me ve resuelta, aunque me lleve una clara ventaja.
No hay elección, no sé si por lástima o por solidaridad de extranjero: frena, sonríe, me entrega la mercancía, el vuelto y se va.
Despeinada, transpirando y visiblemente excitada por la compra, aparezco triunfante y me siento a la mesa.
El flaco, con grandes ojos, me pregunta preocupado:
—¿Qué vaina es esa?
Confieso que desde aquel día, consciente de este vicio que me consume y que se consigue sólo en aquellos predios europeos, he armado una estructura que me asegura y alimenta el mal hábito que no quiero ni pienso abandonar. Tengo mis intermediarios, consigo ofertas, estoy dateada y demás. Algunas de mis amigas, desde las que usan tiaras hasta las que se visten sólo de Mayela y Zingg, ni siquiera notan la diferencia. El flaco, por supuesto, no sabe nada.
Todavía recuerdo lo que le respondí aquella tarde:
—¿Qué? ¡Ah! ¿Esto? Nada, un bolsito Prada que me acabo de comprar.
4 comentarios:
Sí, sin duda. Espero que la gente mala, los enemigos semiocultos, los burócratas de oficina y un montón de bichitos se vean obligados a viajar en Alitalia. Que les toque como compañero un turista-becario del Cenal que le tenga miedo a los aviones y que necesite hablar de su vastísima experiencia para distraerse. Amén.
Q perversa eres. Este es el peor de los castigos imaginables me huele a trauma reciente, mi querida Dakmar.Lo que no justifico es que le quieras echar ese vainón a alguien más. Zape!
Saludos y adelante, pequeño saltamonte
Carlos P.Rojas
ja ja ja
Muy bueno Dak
confieso que me sorprendió el final
no me lo esperaba
Moi;)
Dakmar, muy divertido, al principio no sabía hacia dónde ibas, pero el ritmo del cuento es muy bueno y el final inesperadísimo. Aunque sí sabía que era una cartera, pero no que tenía pata de palo...
para los que como yo no sabiamos de esta palabra
seseante
seseante [seseante]
adj.
1. Que sesea. Apl. a pers., u. t. c. s. En la región son mayoría los seseantes.
2. Que da a la z o a la c el sonido de s. Pronunciación, articulación seseante.
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