miércoles, 9 de mayo de 2007

Piel

Adriana Bertorelli


Todavía no sabe dónde ha despertado, no sabe dónde, el pobre Ling, el temible, el que era. Trata de guiarse con las manos, texturas cercanas de polvo, arenilla, aserrín, nada que le sea familiar, sigue tocando, a gatas tropieza su frente contra la esquina de una mesa que se le incrusta de un lado de la sien con una queja ahogada por la rabia mientras escucha el sonido de los carros que pasan por la puerta del lugar. Un almacén, piensa, un depósito o taller. Huele a orina rancia, seca y reseca, la suya. Huele a lamento, a descenso. De rodillas tantea el borde de la mesa y se pone de pie. Arrastra el pie derecho que hace tiempo decidió no responder, mientras el izquierdo guía. Ling interroga cada objeto que toca o huele. Un carro frena, un hombre insulta a otro y parece mentira, él que nunca fue de olores, ahora obligado a recurrir a lo poco que le queda. Lo último que vio fue un sacacorchos y una mano a oscuras, nunca supo de quién. Quizás de la misma persona que lo dejó aquí, casi inconsciente en un charco de orines, en esta oscuridad que no conoce. Sabe que es de día, de mañana, y que la puerta está a su izquierda y está abierta. Sigue caminando, arrastrando su pie bobo con la música lejana de una radio y huele a cuero, huele a tinta, y descifra los aromas dulces de la muerte.

Tropieza de nuevo y se sostiene de algo que percibe guindando del techo y es un cuero sin secar probablemente de un chivo o una vaca, aun con pelos de animal. Un perro ladra frenético y Ling el despiadado quiere callarlo y, en un rapto de gloria, toma algo de la mesa, lo primero que encuentra, una mandarria, y la lanza al aire hasta escuchar un vidrio que estalla en mil. Ya nada le sorprende, no escucha respiración ni ser viviente y sigue sin saber por qué lo han dejado allí o si es fortuito el abandono entre estas pieles de animales muertos. Tiene sed.

Continúa caminando y toca algo suave sobre un mesón. Es una superficie grande y lisa como cuero extendido y casi siente que ha llegado a casa. De pronto comprende. Ling entonces se acurruca sobre la piel, se abandona, entiende ahora que no es casualidad que lo hayan dejado allí en sus sombras y no hay otro lugar donde quisiera estar más. Si supiera rezar, pediría la muerte. Acaricia el cuero, recostado sobre él y por primera vez piensa en flores. En diminutas flores amarillas en un campo interminable, por donde corren Ling y Ping, su hermano mayor, escapando de los perros que los persiguen. A lo lejos, en el galpón donde se encuentra, Ling escucha al perro que continúa ladrando, pero ahora él no piensa moverse. Este cuero, esta piel extendida donde reposa y que tiene un olor tan familiar, es la de su hermano.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Inquietante!

Anónimo dijo...

Genial! es todo lo q ue puedo decir...

MoonWalker dijo...

Hermanos de piel y no de sangre. Ya se había vestido?...